El estudiante

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En principio, el tiempo era bueno y tranquilo. Los mirlos gorjeaban y de los pantanos vecinos llegaba el zumbido lastimoso de algo vivo, igual que si soplaran en una botella vacía. Una becada inició el vuelo, y un disparo retumbó en el aire primaveral con alegría y estrépito. Pero cuando oscureció en el bosque, empezó a soplar el intempestivo y frío viento del este y todo quedó en silencio. Los charcos se cubrieron de agujas de hielo y el bosque adquirió un aspecto desapacible, sórdido y solitario. Olía a invierno.

Kim Namjoon, estudiante de la academia eclesiástica, hijo de un sacristán, volvía de cazar y se dirigía a su casa por un sendero junto a un prado anegado. Tenía los dedos entumecidos y el viento le quemaba la cara. Le parecía que ese frío repentino quebraba el orden y la armonía, que la propia naturaleza sentía miedo y que, por ello, había oscurecido antes de tiempo.

A su alrededor todo estaba desierto y parecía especialmente sombrío. Sólo en la huerta de los viudos, junto al río, brillaba una luz; en unas cuatro verstas a la redonda, hasta donde estaba la aldea, todo estaba sumido en la fría oscuridad de la noche. El estudiante recordó que cuando salió de casa, su madre, descalza, sentada en el suelo del zaguán, limpiaba el samovar, y su padre estaba echado junto a la estufa y tosía; al ser Viernes Santo, en su casa no habían hecho comida y sentía un hambre atroz.

Ahora, encogido de frío, el estudiante pensaba que ese mismo viento soplaba en tiempos de Riurik, de Iván el Terrible y de Pedro el Grande* y que también en aquellos tiempos había existido esa brutal pobreza, esa hambruna, esas agujereadas techumbres de paja, la ignorancia, la tristeza, ese mismo entorno desierto, la oscuridad y el sentimiento de opresión. Todos esos horrores habían existido, existían y existirían y, aun cuando pasaran mil años más, la vida no sería mejor.

No tenía ganas de volver a casa.

La huerta de los viudos se llamaba así porque la cuidaban los viudos, padre e hijo. Una hoguera ardía vivamente, entre chasquidos y chisporroteos, iluminando a su alrededor la tierra labrada. El viudo Min Yoongi, un viejo que vestida con una zamarra de hombre, estaba junto al fuego y miraba con aire pensativo las llamas; su hijo Jimin, bajo, de rostro abobado, picado de viruelas, estaba sentado en el suelo y fregaba el caldero y las cucharas. Seguramente acababan de cenar. Se oían [más] voces de hombre; eran los trabajadores del lugar que llevaban los caballos a abrevar al río.

—Ha vuelto el invierno —dijo el estudiante, acercándose a la hoguera—. ¡Buenas noches!

Yoongi se estremeció, pero enseguida lo reconoció y sonrió afablemente.

—No te había reconocido. Eso es que vas a ser rico.

Se pusieron a conversar. Yoongi era un hombre que había vivido mucho. Había servido en un tiempo como [granjero] y después como niñero en casa de unos señores, se expresaba con delicadeza y su rostro mostraba siempre una leve y sensata sonrisa. Jimin, su hijo, era un aldeano, sumiso ante su marido, se limitaba a mirar al estudiante y a permanecer callado, con una expresión extraña en el rostro, como la de un sordomudo.

—En una noche igual de fría que ésta, se calentaba en la hoguera el apóstol Pedro —dijo el estudiante, extendiendo las manos hacia el fuego—. Eso quiere decir que también entonces hacía frío. ¡Ah, qué noche tan terrible fue esa! ¡Una noche larga y triste a más no poder!

Miró a la oscuridad que le rodeaba, sacudió convulsivamente la cabeza y preguntó:

—¿Fuiste a la lectura del Evangelio?

—Sí, fui.

—Entonces te acordarás de que durante la Última Cena, Pedro dijo a Jesús: «Estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel y a la muerte». Y el Señor le contestó: «Pedro, en verdad te digo que antes de que cante el gallo, negarás tres veces que me conoces». Después de la cena, Jesús se puso muy triste en el huerto y rezó, mientras el pobre Pedro, completamente agotado, con los párpados pesados, no pudo vencer al sueño y se durmió. Luego oirías que Judas besó a Jesús y lo entregó a sus verdugos aquella misma noche. Lo llevaron atado ante el sumo pontífice y lo azotaron, mientras Pedro, exhausto, atormentado por la angustia y la tristeza, ¿lo entiendes?, desvelado, presintiendo que algo terrible iba a suceder en la tierra, los siguió... Quería con locura a Jesús y ahora veía, desde lejos, cómo lo azotaban...

El Namgi y Antón ChéjovDonde viven las historias. Descúbrelo ahora