Los hombres que están de más

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Son las siete de la noche. Un día caluroso del mes de junio. Del apeadero de Hilkobo, una multitud de personas que ha llegado en el tren se encamina a la estación veraniega. Casi todos los viajeros son madres de familia, cargadas de paquetes, carpetas y sombrereras. Todas tienen aspecto cansado, hambriento y aburrido, como si para ellas no resplandeciera el sol y no creciera la hierba.

Entre los demás anda también Kim Namsoon, miembro del Tribunal del distrito, mujer alta y delgada, provista de un abrigo barato y de una gorra desteñida.

—¿Vuelve usted todos los días a su casa? —le pregunta un veraneante, que viste pantalón rojo.

—No; mi marido y mi hijo viven aquí, y yo vengo solamente dos veces a la semana —le contesta Namsoon con acento lúgubre—. Mis ocupaciones me impiden venir todos los días y, además, el viaje me resulta caro.

—Tiene usted razón; es muy caro —suspira el de los pantalones rojos—. No puede uno venir de la ciudad a pie, hace falta un coche; el billete cuesta cuarenta y dos céntimos...; en el camino compra uno el periódico, toma una copita... Todo son gastos pequeños, cosa de nada, pero al final del verano suben a unos doscientos rublos. Es verdad que la Naturaleza cuesta más; no lo dudo,... los idilios y el resto, pero con nuestro sueldo de empleados, cada céntimo tiene su valor. Gasta uno sin hacer caso de algunos céntimos y luego no duerme en toda la noche... Sí... Yo, señora mía, aunque no tengo el gusto de conocer su nombre y apellido, puedo decirle que percibo un sueldo de dos mil rublos al año, tengo categoría de consejero y, a pesar de esto, no puedo fumar otro tabaco que el de segunda calidad, y no me sobra un rublo para comprarme una botella de agua de Vichy, que me receta el médico contra los cálculos de la vejiga.

—En efecto; todo está mal —dice Namsoon después de una pequeña meditación—. ¿Quiere saber usted mi opinión? El veraneo ha sido inventado por los hombres y el diablo. Al diablo lo guiaba su maldad y a los hombres su ligereza. ¡Usted comprenderá que esto no es una vida! ¡Esto es un presidio! Hace calor, está una sofocada, respira con dificultad y, no obstante, tiene que zarandearse como un alma en pena y carecer casi de albergue. Allá en la ciudad no quedan ni muebles ni servidumbre... Todo se lo llevaron al campo... Hay que alimentarse pésimamente. Imposible tomar el té, porque no se encuentra quién encienda el samovar. Yo no me lavo. Vengo aquí, al seno de la Naturaleza, y me cabe el gusto de andar a pie con este calor... ¡Una porquería! ¿Está usted casado?

—Sí... Tengo tres hijos... —responde el del pantalón rojo.

—¡Abominable!... Es asombroso. Parece increíble que aún estemos vivas.

Al fin, los veraneantes llegan hasta la aldea. Namsoon se despide del de los pantalones rojos y entra en su casa, donde reina un silencio mortal. Se oye solamente el zumbido de las moscas y de los mosquitos.

Delante de las ventanas cuelgan visillos de tul, ante los cuales se ven macetas con flores marchitas. En las paredes, de madera, al lado de las oleografías, dormitan las moscas. En la antesala, en la cocina, en el comedor, no hay alma viviente.

En la habitación, que sirve al mismo tiempo de sala y de recibidor, Namsoon encuentra a su hijo Jungkook, chicuelo de seis años. Jungkook está muy absorto en su trabajo. Recorta la sota de un naipe, avanza el labio inferior y sopla.

—¿Eres tú, mamá? —le dice sin volver la cabeza—. ¡Buenos días!

—¡Buenos días!... ¿Dónde está tu padre?

—¿Papá? Ha ido con Park Bogum a un ensayo. Habrá representación pasado mañana. Me llevarán a mí también... ¿Y tú, irás?

—Hum... ¿No sabes cuándo volverá tu padre?

El Namgi y Antón ChéjovDonde viven las historias. Descúbrelo ahora