Un hombre irascible

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pov. Namjoon

Yo soy un hombre formal y mi cerebro tiene inclinación a la filosofía. Mi profesión es la de financiero. Estoy estudiando la ciencia económica, y escribo una disertación bajo el título de El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros. Usted comprenderá que [los romances], las novelas, la luna y otras tonterías por el estilo me tienen completamente sin cuidado.

Son las diez de la mañana. Mi mamá me sirve una taza de café con leche. Lo bebo, y salgo al balconcito para ponerme inmediatamente a mi trabajo. Tomo un pliego de papel blanco, mojo la pluma en tinta y caligrafío El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros. Reflexiono un poco y escribo: «Antecedentes históricos: A juzgar por indicios que nos revelan Herodoto y Jenofonte, el impuesto sobre los perros data de...»; en este momento oigo unos pasos muy sospechosos. Miro hacia abajo y veo a un muchacho con cara larga y [saco negro]; se llama, según creo, Yoongi o Yonki; pero esto no hace al caso; busca algo y aparenta no haberse fijado en mí. Canta:

Te acuerdas de este cantar apasionado.

Leo lo que escribí y pretendo seguir adelante. Pero el muchacho parece haberme visto, y me dice en tono triste:

—Buenos días, Namjoon. Imagínese mi desgracia. Ayer salí de paseo, y se me perdieron [los gemelos de mi camisa]...

Leo de nuevo el principio de mi disertación, rectifico el rabo de la letra b y quiero continuar; mas el muchacho no me deja.

—Kim Namjoon —añade—, sea usted lo bastante amable para acompañarme hasta mi casa. En la de Karenin hay un perro enorme, y yo no me atrevo a ir solo.

¿Qué hacer? Dejo a un lado mi pluma y desciendo. Yoongi o Yonki me toma del brazo y ambos nos encaminamos a su morada. Cuando me veo precisado a acompañar a un muchacho o a una señorita me siento como un gancho, del cual pende un gran abrigo de pieles. Yoongi o Yonki tiene un temperamento apasionado —entre paréntesis, su abuelo era armenio—. Él sabe a maravilla colgarse del brazo y pegarse a las costillas de su acompañante como una sanguijuela. De esta suerte, proseguimos nuestra marcha. Al pasar por delante de la casa de los Karenin veo al perro y me acuerdo del tema de mi disertación. Recordándolo, suspiro.

—¿Por qué suspira usted? —me pregunta Yoongi o Yonki. Y él a su vez suspira.

Aquí debo dar una explicación: Yoongi o Yonki —de repente me doy cuenta de que se llama Yungi— se figura que estoy enamorado de él, y se le antoja un deber de humanidad compadecerme y curar la herida de mi corazón.

—Escuche —me dice—, yo sé por qué suspira usted. Usted ama, ¿no es verdad? Le prevengo que el joven por usted amado tiene por usted un profundo respeto. Él no puede corresponderle con su amor; más no es suya la culpa, porque su corazón pertenece a otro, desde hace ya tiempo.

La nariz de Yungi se enrojece y se hincha; las lágrimas afluyen a sus ojos. Él espera que yo le conteste; pero, felizmente, hemos llegado. En la terraza se encuentra la mamá de Yungi, una persona excelente, aunque llena de supersticiones. La dama contempla el rostro de su hijo; y luego se fija en mí, detenidamente, suspirando, como si quisiera exclamar: «¡Oh, juventud, que no sabe disimular sus sentimientos!»

Además de la mamá están sentados en la terraza jóvenes de matices diversos y un oficial retirado, herido en la última guerra en la sien derecha y en el muslo izquierdo. Este infeliz quería, como yo, consagrar el verano a la redacción de una obra intitulada Memorias de un militar. Al igual que yo, aplícase todas las mañanas a la redacción de su libro; pero apenas escribe la frase «Nací en tal año...», aparece bajo su balcón algún Yonki o Yungi, que está allí como de centinela. Cuantos se hallan en la terraza se ocupan en limpiar frutas, para hacer dulce con ellas.

El Namgi y Antón ChéjovDonde viven las historias. Descúbrelo ahora