Capitulo I

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El sol desciende poco a poco sobre el horizonte para liberarnos del calor. Sabe que nadie podría soportar sus abrasadores rayos todo el día. Alfred abre un ojo. Una ligera brisa acaba de indicarle que la temperatura es por fin tolerable. Se levanta despacio, estira las patas, abandona el rincón de sombra donde estaba y sale en busca de una zona de hierba fresca, donde poder marcar su territorio. Pretende elegir una esquina de la casa, pero hace ya mucho tiempo que esa zona está amarillenta.

Un joven gavilán observa los alrededores posado en la alta chimenea. No parece temer ni al calor ni a nadie. Ni siquiera al perro, que en este momento cruza el jardín con las patas aún entumecidas después del sueño.

Lo sigue con su penetrante mirada.

Sólo unos segundos. Apenas lo suficiente para constatar que la presa es demasiado grande. Vuelve con desidia la cabeza y busca otra víctima. La casa ha sufrido también a lo largo de todo el día los rigores del verano, y las puertas de madera, así como las tejas, crepitan por todas partes. Son unos pequeños crujidos secos, regulares, como notas de música mecidas por el sol.

El sol ha incordiado hoy a todo el mundo y ya empieza a ser hora de que se ponga.
Y el gavilán parece indicárselo con un breve grito. Un grito ronco y penetrante, un grito desagradable que despierta a la abuela. La pobre mujer se había adormilado en el sofá del salón.

Hay que decir que entre el frescor de la habitación y el tictac hipnotizante del reloj de pared, es prácticamente imposible resistirse a la llamada de la siesta.

Si a eso le unimos dos grillos que dialogan, es para dormirse hasta la noche.

Pero el gavilán la ha despertado, casi con un sobresalto, y la abuela se enreda un poco con la cretona que cubre el borde del sofá.
Debe de habérsela echado por encima mientras dormía para utilizarla a modo de colcha.

La abuela se despereza poco a poco, y coloca bien la tela, como si quisiera borrar cualquier rastro de su siesta imprevista. Como si adormilarse, dadas las circunstancias, fuera una muestra de irresponsabilidad.

Además, las circunstancias vuelven a su mente. Arturo, su único y adorado nieto, ha desaparecido, igual que le ocurrió a su marido hace cuatro años.
Igual que su marido, ocurrió en el jardín. Igual que su marido, había salido en busca de un tesoro.
Por más que ha registrado el jardín de un extremo a otro, puesto la casa patas arriba y gritado en todas las colinas vecinas, no ha encontrado ni rastro de su pequeño Arturo.

Sólo se le ocurre una explicación: los extraterrestres.

Unos grandes seres verdes llegados del espacio en su platillo volante le han arrebatado a su nieto.
La abducción le parece casi segura. ¡Cómo no desear a ese niño encantador al que a uno le gustaría estrechar todo el día entre los brazos!

Esa cabecita rubia llena de rizos y esos dos grandes ojos castaños que se asombran por todo. Esa vocecita de bebé, tan suave y frágil como una burbuja de jabón. Arturo es, sin duda, el mayor de sus tesoros, y por eso la abuela se siente desvalijada.

No consigue contener una lágrima, que le resbala por la mejilla.

Ante una tristeza tan profunda, hasta la vergüenza desaparece. Mira un instante al cielo a través del cristal. Es de un azul uniforme y desesperadamente vacío. Ni el menor rastro de ningún extraterrestre.
Suelta un largo suspiro y parece ir conformándose.
Mira a su alrededor esa casa muda, incapaz de darle pistas.

- ¿Cómo he podido dormirme? -se pregunta, frotándose los ojos.

Suerte que ese gavilán estaba ahí para despertarla.
Pero el objetivo de la joven rapaz no era sólo despabilar a la abuela, y se la oye chillar de nuevo.
La abuela aguza el oído. Está dispuesta a interpretarlo todo como una señal del destino, como un signo de esperanza.

Arthur 2 y la Ciudad prohibida Donde viven las historias. Descúbrelo ahora