Caputulo IV

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- ¿Cómo que ha desaparecido? - exclama la madre de Arturo, que se deja caer en el sofá del salón.
El padre se sienta junto a su mujer y le rodea los hombros con un brazo.
La abuela se retuerce los dedos, como un colegial que ha traído malas notas a casa.
- No sé por dónde empezar -farfulla la mujer mayor, que se declara ya culpable.
- Quizá que empieces por el

principio -sugiere el padre, muy serio. La abuela carraspea, nada cómoda
ante este reducido público.
- Bueno, pues el primer día hacía
muy buen tiempo. En realidad, ha hecho buen tiempo todos los días. El agua del río estaba especialmente templada, y Arturo había decidido ir a pescar. Así que tomamos las cañas de su abuelo y salimos a la aventura, que en realidad se limitaba al final del jardín.
La pareja de espectadores no se mueve, lo que sólo tiene dos explicaciones posibles: o están cautivados por las aventuras de pesca de Arturo, o bien están aterrados por la forma tan vergonzosa de ganar tiempo de

la abuela.
- No podéis imaginar cuántos peces
puede capturar ese muchachito en una hora. Decid una cantidad, vamos -pide, entusiasmada, la abuela. Pero la pareja no está nada dispuesta a jugar.
Los padres se miran entre sí mientras se preguntan no la cantidad de peces que su querido hijo haya podido pescar, sino más bien cuánto tiempo aún se va a burlar de ellos la abuela.
- ¿Podrías ahorrarnos la pesca y demás actividades, y hablarnos directamente del día en que nuestro hijo desapareció? -suelta el padre, cuya paciencia tiene un límite.
La mujer mayor suspira, cansada por

ese tiempo que intenta ganar y que tiene ahora la sensación de perder.
Su nieto ha desaparecido. Debe aceptar esta dolorosa realidad.
Se sienta en la punta del sillón, como para no desarreglarlo, y suspira profundamente.
- Todas las noches le hablaba de África a través de los libros y de los diarios de viaje de su abuelo. Contienen muchas enseñanzas, pero Archibald era también un poeta y sus relatos están llenos de cuentos y leyendas, como la de los bogo-matasaláis y sus diminutos amigos, los minimoys -explica la abuela, con un temblor en la voz. Recordar a su marido desaparecido le sigue resultando

doloroso. El tiempo no lo remedia. Hace ya cuatro años que él también desapareció y le parece algo muy cercano.
- ¿Qué relación tiene eso con la desaparición de Arturo? -pregunta secamente el padre para sacar a la abuela de su ensueño.
- Bueno, es que a Archibald y a Arturo les gustaba mucho una historia sobre los minimoys, y Arturo no sólo estaba convencido de que existían, sino también de que vivían en el jardín - concluye la abuela. Los padres la miran, como dos gallinas que tuvieran un tentetieso delante.
- ¿En el jardín? -pregunta el padre,

que necesita que le confirmen semejante tontería.
La abuela, con una expresión afligida, asiente con la cabeza. El padre se repone, lo que, dado su escaso coeficiente intelectual, le lleva un rato.
- Bueno. Imaginemos que hay minimoys en el jardín. Por qué no. Pero ¿qué relación puede tener eso con la desaparición de Arturo? -pregunta, algo desorientado.
- Por desgracia, el señor Davido llegó en pleno pastel de cumpleaños, y ya sabéis que Arturo entiende las cosas enseguida -subraya la abuela, siempre dispuesta a alabar a su nieto.
- ¿Quién es ese tal Davido? ¿Y qué

hacía en el pastel? -quiere saber el padre, que empieza a perder el norte.
- Davido es el propietario. Quiere recuperar la casa, a menos que se la compremos. Arturo ha entendido enseguida que teníamos problemillas de dinero. Y se le ha metido en la cabeza encontrar el tesoro que el abuelo había escondido -explica la mujer mayor.
- ¿Qué tesoro? -pregunta el padre, a quien de repente le interesa la historia.
- Rubíes, creo, que le regalaron los bogo-matasaláis y que Archibald ocultó en algún lugar, en el jardín.
- ¿En el jardín? -pregunta el padre, que parece retener sólo lo que le interesa.

- Sí, pero el jardín es grande y es por eso que Arturo quería encontrarse con los minimoys para que le llevaran hasta el tesoro -concluye la abuela, de un modo totalmente lógico para ella. El padre se queda un instante parado, como un setter ante una conejera.
- ¿Tienes una pala? -pregunta con una sonrisa depredadora y una mirada ansiosa.
Casi es de noche. Unos magníficos regueros azul marino rayan el cielo como en un cuadro de Magritte.
El coche de los padres ronronea inmóvil mientras los faros encendidos emiten dos rayos amarillos que iluminan el jardín. De vez en cuando, una pala

sale de un agujero y lanza su contenido al exterior.
Otra pala, menos rápida y menos llena, aparece también, alternativamente. La abuela suspira y se sienta en el peldaño superior de la escalinata, de cara al jardín que ha dejado de serlo. Parece un campo de batalla. Hay agujeros por todas partes, como si un topo gigante se hubiera vuelto loco. En este momento asoma la cabeza, gritando.
Se le acaba de romper la pala.
De hecho, se trata del padre de
Arturo, a quien cuesta reconocer así, con la cara manchada de tierra.
- ¿Cómo quieres que haga algo con un material tan malo como éste? -

exclama a la vez que arroja con rabia el mango de la pala.
Su mujer surge del agujero vecino, como otro topo.
- Cálmate, cariño. No sirve de nada ponerse nervioso -interviene con un esfuerzo enorme por cuidar sus palabras, cuando sería mejor que cuidara su aspecto. Lleva el vestido totalmente arrugado y con uno de los tirantes roto.
- ¡Pásame la pala! -le indica su marido. Prácticamente le arranca la herramienta de las manos, se vuelve a meter en el agujero y prosigue el trabajo con más ardor aún.
La abuela está desolada, lo mismo

que el jardín.
También se siente devastada, vacía
por dentro, fea e inútil, y a pesar del buen humor que la caracteriza, la depresión está ahí, siempre oculta en la sombra, dispuesta a aprovechar la menor debilidad o la mala suerte, como un diablillo atento a los nubarrones de tormenta.
- ¿Para qué vamos a encontrar este tesoro, si Arturo no está aquí para disfrutarlo? -pregunta la abuela con la poca fuerza que le queda.
El padre reaparece, y trata de simular un instinto paternal.
- No te preocupes, abuela. Se debe de haber perdido un poco, a lo sumo.

Pero conozco a mi hijo; es listo. Estoy seguro de que encontrará el camino. Y, con lo glotón que es, seguro que vendrá a cenar -afirma para tranquilizarla.
- Pero ya son las diez -comenta la abuela tras consultar el reloj.
El padre mira hacia arriba y observa que ya es noche cerrada.
- ¡Oh! Es verdad -suelta, maravillado de lo rápido que pasa el tiempo cuando se busca un tesoro-. No pasa nada. Irá directamente a acostarse y nos ahorraremos una comida -bromea. A medias.
- ¡François! -se indigna la madre.
- ¡Oh! Era una broma -se defiende el

padre-. ¿No dice el refrán: Quien duerme cena?
Su mujer refunfuña un poco, por principio.
- Por cierto, como yo no tengo sueño, el estómago se me está quejando -comenta el padre, en una alusión mal disimulada.
- Me queda pastel de cumpleaños del niño -ofrece la abuela.
- Perfecto -se alegra el hombre-. Ya que no estábamos aquí para probarlo, podremos hacerlo ahora.
- ¡François! -se queja de nuevo la madre, cuyo vocabulario parece limitarse a esta palabra, utilizada siempre en el mismo tono de vago reproche.

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⏰ Última actualización: Aug 12, 2022 ⏰

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