Nos vamos a casar

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Elle sabe que no será un buen día desde que abre los ojos esa mañana. Despertar con los rayos del sol directos en la cara no puede ser buena señal.

Todo mundo debe haber llegado tarde a su trabajo al menos una vez en la vida, ganándose tal vez un llamado de atención o amonestación, pero a él nunca le ha pasado, y tampoco tiene la opción de que le pase.

Como puede patalea las sábanas y sale de la cama, apenas toma una ducha que no dura ni cinco minutos y desayunar ni siquiera entra en sus planes. Debe estar en la oficina antes de las ocho si quiere mantener la esperanza que lo ha hecho ponerse de pie los últimos tres años de su vida.

Ve el reloj una vez más mientras corre entre la gente, golpeando a más de uno con su maletín, y aunque les dedica una sonrisa o un suave lo siento, no se detiene, y a nadie parece importarle. En una ciudad tan comercial y abarrotada de personas como New York no es inusual ver a muchos de traje y corbata corriendo de prisa por las mañanas.

Aún faltan cinco minutos para las ocho y solo tiene que hacer una parada en el Starbucks que está justo enfrente de la compañía para la cual trabaja, pero sus esperanzas de llegar a tiempo se vienen abajo luego de abrir la puerta y toparse con la larga cola de clientes esperando ser atendidos.

Mierda... —murmura entre dientes antes de morderse los labios y hacer una pequeña pataleta. No es de sorprenderse que hasta un sencillo restaurante esté lleno la mayor parte del tiempo en un sector rodeado de empresas pero creyó que tal vez por una vez la suerte estaría de su lado.

Su pie se mueve ansioso mientras espera que la cola avance. No quiere ni ver el reloj, teme que de hacerlo su corazón termine colapsando. Seguramente su indeseable jefe tuvo un inicio de mañana muy distinto al suyo, con su rutina de yoga para activar el cuerpo y sus estúpidas cremas corporales para revitalizar la piel mientras él siente cómo todo su estómago se deshace por un maldito café. Porque sí, llegar a esa oficina sin un café con leche light, con canela y sin azúcar sería igual o peor que llegar tarde.

—¡Elle! —el aludido deja de morderse las uñas nervioso y estira el cuello para ver por sobre los demás, sonriendo al vislumbrar a la chica detrás del mostrador agitando su mano.

Entre quejidos y miradas poco amistosas se abre paso.

—Aquí tienes. —Ella le entrega un portavasos con dos bebidas. El pelinegro ordena lo mismo a diario que ya lo sabe de memoria.

—Acabas de salvarme la vida —toma su pedido y sonríe, creyendo que aún puede lograrlo—. Gracias. Ten un lindo día, Kate.

—Tú también, Elle. —La chica sonríe demasiado sonrojada mientras lo ve dar la vuelta de prisa.

Lawliet sale de ahí sin prestarle atención a los malencarados clientes o sin siquiera haberse dado cuenta de la mirada coqueta que Kate le dedicó al despedirse. El tráfico en Nueva York es tan pesado que sin problemas corre entre los autos y por suerte logra llegar al ascensor antes que éste se cierre. Tal vez las puertas del mismo lo golpean al entrar y choca contra más de alguno pero lo importante es que los lattes siguen intactos. Solo falta un minuto para las ocho pero solo tiene que llegar a su piso y lo habrá logrado.

Sale del ascensor y camina por el amplio pasillo hacia la puerta de vidrio, la chica detrás de la recepción lo ayuda a marcar la entrada con el gafete que cuelga de su cinturón.

—Casi no lo logras. —Comenta ella, viendo que la pantalla marca las ocho de la mañana. Justo a tiempo.

—Ha sido una mañana horrible. —Refunfuña frustrado, está seguro que solo tiene media hora despierto y su día ya pinta para ser un asco.

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