Día tres.

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Tras horas de viaje cantando a todo pulmón y con la silenciosa compañía de un cactus al que até el cinturón como a un niño para que no se moviera, llegué al que parecía ser mi destino.

Fachadas blancas con un antiguo toque amarillento me recibían en aquel lugar y el musical 'ding' del combustible llegando a sus límites me obligaba a parar.

Aparqué en una peculiar callecita, cerca de la esquina, donde se encontraba una panadería con un gran título rosa pastel que anunciaba que vendían cupcakes, para no perder mi sitio.

Aquel lugar me transmitía una extraña comodidad. Las calles estaban llenas de árboles lo justamente altos como para no tapar los balcones de los primeros pisos y las aceras eran lo suficientemente anchas como para que dos personas pudieran caminar a la vez sin chocar.

Paseé por una larga avenida durante un largo rato. Andaba sin preocupación, sin prisa, pero comenzó a oscurecer y tenía que encontrar dónde pasar la noche.

Encontré el coche, sin duda, y después de repostar me dirigí a la misma avenida por donde había estado paseando y donde vi un letrero rojo luminoso en el que ponía 'HOSTAL', aunque no tenía la pinta que hubiera deseado, pero pasar una noche en un hostal un tanto mediocre no me iba a matar.
La entrada del hostal estaba decorada de muebles de madera antiguos, esos típicos que tiene una abuela en casa desde que se casó. En efecto, en la recepción aguardaba una anciana mujer, de unos setenta años, vestida con un vestido de flores rosas y con un delantal a media cintura.

- Buenas noches, buscaba habitación para un par de noches, incluyendo ésta. ¿Tendría alguna disponible?

- Buenas, hija. Tenemos sitio para ti, y las reservas no van a ocupar tu habitación hasta dentro de cuantro días. ¿Nombre completo y fecha de nacimiento?

- Ángela Torres, 3 de agosto de 1992.

- Bien, ahora dígame su DNI y firme aquí - obedecí a la agradable mujer-. Está bien, si desea desayuno se le abonarán 3,50€ diarios, pero como tiene pinta de no ser de por aquí, le recomiendo que visite unas exquisitas panaderías de la zona- asentí con la cabeza-. Te acompañaré hasta tu cuarto.

La humilde señora me acompañó escaleras arriba hasta la segunda planta, mientras me hablaba de que habían unos chicos muy guapos en su ciudad, ya que no venía acompañada. Me indicó mi habitación y descargué mis trastos la lado de la mesita con el televisor. Dentro de su mediocridad, la habitación era limpia y acogedora.
Coloqué el cactus cerca de la ventana, dándole vida. Aquella plantita representaba el porqué de donde estaba. Porqué me había marchado, porqué me encontraba en aquella ciudad. Porqué lo había abandonado todo. La llegada de édte cactus a mi vida el mismo día que él se marchó, me hizo quererle como no se le suele querer a una planta.
Abrí la maleta, me puse el pijama y cogí un libro. Metida en la cama comencé a leer. Rimas, de Gustavo Adolfo Bécquer. Ese hombre llevaba robándome suspiros desde el instituto.

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