Uno

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"Hold on, I don't wanna know what it's like when you're gone...".

—Daniela... ¡Daniela!

Una cabeza castaña dio un respingo, apoyada como estaba sobre la ventanilla de un BMW de hacía un par de años. Los adormilados ojos se volvieron hacia la voz que hablaba y parpadearon dos veces, con esfuerzo.

—¡Daniela!

Unos dedos largos y finos, con uñas de tamaño irregular, destaponaron el oído izquierdo, quitando el airpod por donde salía una música tan elevada que hacía que el auricular vibrase con cada acento musical.

—Dime, mamá.

—¡Hija, baja esa música!— exclamó una furibunda mujer vuelta en el asiento del copiloto para encararse con su hija, que se sentaba justo detrás.

—Pero si no está tan alta...— murmuró la chica sabiendo de antemano que era un caso perdido.

—¿Que no está tan alta? ¡Si podría tararear lo que escuchas! Anda, quítatela ya, que llevas mucho rato y te vas a quedar sorda.

Reprimiendo un suspiro, la chica desbloqueó su iPhone y pausó la música, pero no se quitó los cascos. Se atrevió a pensar un "joder" e internó su teléfono en el bolsillo de sus vaqueros.

—Y siéntate bien, hija, que te va a salir chepa como sigas con esas malas posturas.

Daniela, además de sentarte, se ajustó el cinturón y se recogió con dos horquillas los mechones del flequillo, que le caían por encima de los ojos. Como siempre, se adelantó a la sarta de órdenes que iban a salir por la boca de su madre, que desde que se había hecho un Instagram no paraba de seguir cuentas de gurús de la salud y la maternidad, y los efectos colaterales eran desayunos pastosos de avena y una multitud de consejos posturales.

—Bueno, Mimi, dale a tu hija un poco de cuerda, que se lleva portando bien todo el camino — dijo el conductor con tono conciliador.

La chica, a pesar de que intercedían por ella, no pudo evitar una mirada de asco, la cual intentó camuflar fingiendo interés por sus manos, apoyadas sobre el regazo. "Se llama Míriam, imbécil", pensó, y apretó los dientes con furia. Notó una vez más el alambre de los brackets clavándose en la cara interna del carrillo izquierdo. Como siempre, el pasota de su dentista no había apurado bien a la hora de cortarlo, y como había metido la cera en una de las cajas de la mudanza, le estaba haciendo una herida terrible.

—No, Toño; que luego le sale escoliosis y a ver qué hacemos. Que sé que no va a querer ponerse un corsé. Por dios... Con lo feo que queda eso...

—Pero, mujer... ¿los corsés se usan todavía?

Daniela desconectó inmediatamente. No quería oír cómo hablaban. Le daban asco. No aceptaba que su madre estuviese con aquel... hombre. Era majo, sí, incluso atento; pero era agobiante. La chica no soportaba su mirada demasiado clara y su mentón redondeado, con los pómulos colorados siempre, como si acabase de tomar el sol en la playa. A Daniela le parecía que no sabía salir de las camisas de cuello abierto, las americanas y los vaqueros desteñidos. Un tipo que se creía a la moda y por eso no paraba de usar palabras como in o fashion. Un hortera que se hubiese vestido con una camisa hawaiana y unos joggers si no le hubiese frenado la sabia mano de Míriam. Porque la madre de Daniela se llamaba Míriam. Y no Mimi, estúpido.

La chica abrió su mochila de cuero beige y saco su cien veces releído Orgullo y prejuicio. Se lo llevó a la nariz y aspiró el aroma, evocando con tan solo el olor a tinta a un señor Darcy altivo, orgulloso y arrebatador, junto a una inteligente y mordaz Lizzie. Aunque había visto la película cientos de veces, no podía imaginarse a Darcy como Matthew Macfayden. En su mente, el señor Darcy siempre se parecía a Shawn Mendes.

No había conseguido leer más de dos páginas cuando su madre estaba gritando de nuevo:

—¡Pero, Daniela!

—¿Qué?— exclamó la aludida con una voz demasiado brusca como para dirigirse a su madre. Se arrepintió inmediatamente, casi con un temblor, y carraspeando, como para excusarse, añadió—: ¿Qué ocurre, mamá?

—Hija, te digo siempre que te vas a marear como leas en el coche... Con el movimiento no se puede, Dani. Tienes que mirar al frente.

—Mimi, cielo, ¡deja a la niña que haga lo que quiera!— Toño volvió a salir en defensa de la chica, pero cometió el error de llamarla "niña". Y de ser él—. Hay gente que no se marea. Yo no me mareo.

—Pero...

—Anda, tú deja que lea. Total... Ya estamos llegando.

Y, sorprendentemente, Míriam se calló. Daniela esperaba oír otra vez la voz de su madre, trinando con ese timbre agudo característico que se le metía hasta el tímpano, pero no fue así. Tan solo emitió un murmullo de desacuerdo. La chica vio cómo Toño miraba de reojo a Míriam con una media sonrisa y ponía una mano sobre su pierna. La mujer respondió agarrándola con cariño.

La chica contuvo una arcada y volvió a su lectura, desesperada por deshacerse de la imagen.

Lo odiaba, no había más. A veces pensaba en el porqué de tanta hostilidad, ya que, al menos, Toño parecía hacer feliz a su madre. Pero por mucho que trataba de tragarle, no podía. Y no era solo porque fuese el culpable de que se hubiesen mudado de Ciudad Real a Madrid. Toño tenía... algo. Y no sabía qué era. Quizás aquella fastidiosa manía suya de tratar de caerle bien a todo el mundo. Especialmente a ella.

Trató de concentrarse en la lectura, pero al cabo de un rato sintió una molesta sensación en el estómago que poco a poco se fue haciendo más intensa. Antes de que se diese cuenta, se había mareado y el desayuno –uno de los porridges de avena que le preparaba su madre— trataba de salir al exterior.

—Daniela, hija, estás pálida.

La chica parpadeó varias veces, con el paisaje desvaneciéndose ante sus ojos.

—¿Daniela?

Respirar profundamente la mareaba más aún, pero al cabo de un rato pudo tranquilizarse.

—¿Te has mareado? Toño, para el coche.

—No, no...— murmuró la chica —. Ya estoy bien.

—¿Seguro?— inquirió Toño, mirándola por el retrovisor.

—Sí— masculló Daniela, masticando su única palabra.

—¡Si es que te he dicho que no leas!— exclamó Míriam —. ¿Ves qué pasa por no hacerme caso?

Daniela apartó el libro y miró al frente, tratando de ignorar la estridente voz de su madre, que la mareaba más aún.

—Sí, mamá...

Toño trataba de sosegar a Míriam y, de vez en cuando, le lanzaba a Daniela miradas cómplices que no eran correspondidas, aunque él no parecía darse cuenta —o al menos no cejaba en su empeño.

Odiaba a Toño.


Prometo quedarmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora