2. El chico del paraguas

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"Y bajo la lluvia escuchaste,

bajo el agua lloraste,

bajo las gotas recitaste

que estabas cansada de escuchar: fallaste."


Domingo, 2 de febrero, 2011

Corrí tras la camilla en donde mi madre estaba tumbada. Ni siquiera estaba llorando. Ni siquiera me sorprendía. Ya no. Ya no era algo nuevo para mí, pero seguía siendo una situación horrible. Por muchas veces que la hubiese visto.

Los médicos abrieron las puertas de una sala; no me tuvieron que detener, lo hice yo misma. Me asomé por la pequeña ventana circular de la puerta. No alcanzaba a ver a mi madre. Los enfermeros la tapaban, no sabía si a posta o sin querer; igualmente, no estaba muy segura de querer verla. No en ese estado.

Pasé una mano por mi frente; estaba sudorosa y algo pegajosa.

Qué asco.

El pelo lo tenía igual de mal. Bueno, mi aspecto en general era terrible.

Miré una última vez a mi madre a través de la ventana, para después darme la vuelta y caminar a la salida del hospital.

Hacía frío, y el vaho se escapaba de mis labios a cada respiración dada. Eso no impidió que me quitase la chaqueta vaquera manchada de sangre y la tirase al contenedor de basura más cercano.

Me asqueaba pensar quién era el portador de dicha sangre.

—Mierda, qué frío —susurré.

Palpé con una mano el bolsillo trasero de mi pantalón vaquero, alcanzando la cajetilla de cigarros.

—Gracias, Gus —dije al recordar que esa misma mañana Gus me había conseguido mis cigarros semanales.

Tomé uno y lo encendí con el mechero que estaba pegado a la cajetilla. Nada mejor para liberar el estrés, aunque ni siquiera pude darle dos caladas antes de que alguien tocara mi hombro y yo diera un salto, asustada ante el repentino contacto. El hombre frente a mí pareció sorprenderse ante mi reacción. Intenté recobrar la compostura y adopté una pose serena.

—¿Síííí? —pregunté, arrastrando la "i".

El hombre se aclaró la garganta, luciendo incómodo ante mi falta de ropa.

¡Cómo si no existieran mujeres que salen a la calle con un top burdeos en pleno febrero!

—Señorita, no se puede fumar en el hospital.

Enarqué una ceja.

—No estoy en el hospital, estoy fuera del hospital —remarqué las últimas tres palabras, señalando a mi alrededor en un gesto amplio con los brazos.

—Bueno, pues no se permite fumar en el hospital y en los exteriores del hospital —corrigió, ofuscado, imitándome.

Resoplé con hastío, consiguiendo que el humo del cigarro saliera por los orificios de mi nariz.

—¿No te cansas de andar con un palo metido por el culo? ¡Sácatelo y disfruta de la vida! —exclamé, alzando la voz a medida que mis piernas daban pasos hacia atrás, alejándome del hombre y del hospital. Esbocé una sonrisa socarrona —. Quizás mañana un coche te atropelle y ¡pum! Adiós a la vida. ¡Tenga un buen día! —grité cuando ya estuve a unos cincuenta metros del edificio.

Ni siquiera me giré para ver la expresión enfadada que seguramente tendría el hombre ante mi falta de educación. Estaba acostumbrada a esos gestos de desprecio. Me los ganaba a pulso. Me daba completa y absolutamente igual.

Una Melodía para IslaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora