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Ashley 

Entro en el restaurante con tantas prisas que se me engancha el bolso en el pomo de la puerta. Mierda. Es que no falla, cuanto más quiero correr, peor sale todo. Hoy no iba a llegar tarde, lo tenía todo medido, pero justo dos minutos antes de salir mi abuela me ha pedido ayuda para calentar una sopa y no he podido negarme. Sobre todo porque últimamente me da pánico que encienda el fuego de la cocina estando sola. He pensado en poner algo más seguro, como una vitrocerámica, pero apenas tengo ahorros después de la última vez que mi abuela ingresó en el hospital. 

 No es que mi abuela esté senil, nunca se ha dejado el fuego puesto, pero últimamente ha dado un bajón grande y no me fío. Suena fatal, pero es cierto. No confío en que, el día menos pensado, se olvide de que está calentando algo y la casa arda. No he hablado de estos miedos con nadie. Maia me pregunta cada día cómo está todo en casa y le aseguro que bien, porque no quiero que se preocupe, pero empiezo a preguntarme si no sería bueno desahogarme. 

 El problema es que cuando recapacito, en frío, no soy capaz de abrirme. Me resulta mucho más fácil y cómodo guardar lo que siento porque creo que así será más difícil que puedan herirme. Y sé que Maia jamás me haría daño, al menos no a conciencia, porque es mi mejor amiga y me adora tanto como yo a ella, pero aun así... Es mejor ir con pies de plomo. Además, contarle mis preocupaciones no hará que el dinero llegue a mi cuenta bancaria por arte de magia, porque yo jamás aceptaría dinero de mi amiga ni de nadie, a no ser que fuese una cuestión de vida o muerte. Y dependiendo de quién se esté muriendo. 

Orgullosa, sí, mucho, rozando lo absurdo, pero no parece que eso vaya a ser algo que cambie hoy. 

 —Llegas tarde, Ash. 

 Max, mi jefe y el padre de mi mejor amiga, pasa por mi lado con una bandeja cargada de restos del desayuno de alguna mesa. Me uno a él y lo acompaño hasta la barra. 

—Lo sé, lo sé. Se me hizo tarde en el último minuto. 

Podría enfadarse, echarme una bronca o, como mínimo, un sermón, pero Max no es así. Es un jefe increíble, comprensivo como pocos y dispuesto a dar no una, sino muchas oportunidades. Entiendo que Maia sea tan genial con los padres que tiene. 

—¿Todo bien por casa? —pregunta mientras suelta la bandeja y me tira un mandil limpio que cojo al vuelo. 

 —Sí —contesto mientras me lo pongo—. Sí, mi abuela se va recuperando. 

 —¿Segura? Gladys dice que la visitó ayer y la notó un poco cansada. 

 —Es normal estar cansada después de haber estado en el hospital, y Gladys debería cerrar un poquito más la bocaza. 

 Max se ríe, pero lo digo en serio. Esa señora es la metomentodo oficial del pueblo y cada día hace méritos para que nadie le quite el puesto. 

 —Si necesitas cualquier cosa, sabes que puedes contar con nosotros. 

 —Lo sé, gracias, Max.

—De nada, y ahora ponte a mover el culo. Esto va a llenarse enseguida y aún hay mesas por limpiar. 

 No tiene que decírmelo dos veces. Me pongo a limpiar mesas y a servir comidas en modo automático. Sin pensar en que, al acabar el turno, los pies me arderán y la espalda me estará matando. Tengo veinticuatro años y, a veces, cuando salgo de un turno intenso en el restaurante, juraría que tengo diez más solo por cómo me siento. 

Y lo peor de todo es no poder quejarme porque ¿para qué? Este es mi futuro. Es mi día a día y soy muy consciente de que podría ser muchísimo peor. Tengo un jefe y unos compañeros inmejorables, se adaptan a mis necesidades siempre que sea posible y me permiten cambiar turnos cuando lo necesito por mi abuela sin hacer demasiadas preguntas. Es, en definitiva, un buen trabajo, pero a veces, cuando miro a Maia dirigir el aserradero de su familia, o a Kellan, mi amigo de la infancia, triunfando a lo bestia en la música, siento que es un poco patético que mi modo de ganarme la vida no me genere esa pasión. Savannah y Wyatt, mis otros amigos de la infancia, viven juntos en Nueva York y, según me cuentan, todo les va de fábula. ¡Hasta Hunter ha montado una empresa! Sí, vale, es una empresa de fuegos artificiales y yo los odio, pero es una maldita empresa propia. Y luego está Brody que... Bueno, de Brody es mejor no hablar, porque es evidente que también tiene todo lo que quería. 

Cuando acabe el invierno y volvamos a volarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora