Ashley
—Tienes que darle un golpe seco para que salga toda la raíz, Ashley.
Contengo mi poca poquísima paciencia e intento con todas mis fuerzas no responder de mala manera. Me recuerdo que mi abuela está delicada después de la neumonía que ha sufrido, unido a todo lo que ya arrastra, y necesita tranquilidad. De paso, me obligo a recordar que esta mujer es la única que ha hecho algo por mí desde... ¿siempre?
—Perdona por no saber trasplantar como es debido unas insignificantes flores silvestres.
—¿Por qué son insignificantes?
—Ya te lo he dicho, abuela. ¡Son silvestres! Las encontraste en uno de tus paseos por la montaña, las trajiste y...
—Y no por ello son menos valiosas que otras compradas, Ashley. Posiblemente valgan más, porque estas han resistido las inclemencias del tiempo.
Se obliga a erguir su anciano cuerpo con orgullo en el sillón que hay en nuestro minúsculo porche y contengo el impulso de acercarme y subirle la manta. Ni mi abuela ni yo tenemos personalidades dulces. No nos verás dedicarnos carantoñas a menudo, pero tampoco verás a nadie querer a un pariente como yo la quiero a ella. Hace mucho tiempo que asumí y aprendí que no somos peores ni tenemos menos sentimientos por ser de carácter fuerte. Frunzo el ceño mirando las flores de las narices, supongo que ahora entiendo lo que pretende decirme.
Obedezco su consejo y trasplanto las flores a una maceta más grande. Podríamos ponerlas en la tierra del jardín y ya está, pero entonces mi abuela no podría obligarme a moverlas cada pocos días, dependiendo de la posición del sol. ¿Y qué sentido tendría para ella la vida si no pudiera torturarme un poco?
—Oh, ahí está ese chico otra vez. ¿A dónde irá tan temprano? Debería aprovechar el domingo para dormir.
No necesito ver hacia qué dirección señala mi abuela. Lo sé de sobra. Alzo la vista y justo en la parcela de enfrente, sentado en los escalones de su porche, veo a Parker Steinfeld poniéndose las botas de agua con estampado de dinosaurios y subiéndose las gafas cada vez que se le resbalan por la diminuta nariz. Cuando se calza se levanta, mira hacia nuestra casa y, al verme arrodillada en el jardín, suelta un chillido de alegría y cruza la calle corriendo; casi se me sale el corazón por la boca.
—¡Maldita sea, Parker! ¡Tienes que mirar a ambos lados! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?
—¡Hola, Ash! —grita, loco de contento, obviando mi reprimenda por completo—. ¿Sabes qué? —Se mete la mano en la chaqueta que lleva desabrochada y saca un muñeco—. ¡Papá me ha conseguido un brontosaurio! ¡Míralo! ¿Sabías que podía pesar más de veinte toneladas? ¿Te imaginas? ¡Es muchísimo! ¡Más que un elefante! Mucho más.
Me agacho para abrocharle la chaqueta. Es cierto que estamos en verano, pero apenas son las ocho de la mañana y esto sigue siendo Rose Lake. El viento de las montañas sopla frío por las mañanas y por las noches. Eso, y que Parker no es un niño robusto. En realidad, no es que sea pequeño, pues tiene la misma altura que muchos otros niños de su edad, pero está muy delgado porque es muy nervioso y no para quieto. Tiene el pelo rubio oscuro, los ojos inmensos y azules y unas pecas adorables que sus gafas no logran tapar del todo. Le faltan los cuatro dientes delanteros, aunque está muy orgulloso de eso, porque asegura que ahora van a salirle unos dientes tan grandes como los de los dinosaurios, con los que vive obsesionado. ¿Que por qué sé tantas cosas de mi vecino? Porque soy su niñera muchos días y, al parecer, el pequeño me adora. ¿Quién puede culparlo? Tengo ese poder sobre los hombres, incluso sobre los hombres de seis años.
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Cuando acabe el invierno y volvamos a volar
Ficțiune adolescențiPrimeros capítulos de la segunda parte de la bilogia "Rose Lake".