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Brody

Observo los cristales del suelo del salón. ¿Quién diría que un vaso podía romperse en tantos añicos? Mi padre, de pie frente a mí, me mira como si acabaran de salirme tres cabezas. 

—Tienes que estar de broma. 

—Nunca he hablado más en serio. 


 —¡No puedes hacer eso! ¡Te lo prohíbo, Brody! Sonrío. No es una sonrisa buena y él lo sabe. Es una sonrisa maliciosa. Una sonrisa de triunfo. Una sonrisa rebosante de venganza. 

 —Creo que no me has entendido. No te estoy pidiendo permiso para hacerlo. Te estoy informando de que ya lo he hecho. 

—¿Para qué? ¿Por qué y con qué fin, hijo? 

 —Me temo que eso no es de tu incumbencia. 

 —¡Y una mierda! 

 Su brote de rabia solo me anima más. Quiero que salte, que se desquicie tanto como me he desquiciado yo durante años. Después de todo, estoy tocando todos los puntos que lo enervan. Todos los puntos que, cuando era niño, hacían que se le cerrasen los puños y se estampasen en cualquier parte de mi cuerpo, menos en la cara. En la cara nunca, porque no era tonto y sabía que eso sería meterse en un problema de verdad. Hay acciones que ni siquiera el dinero puede comprar y mi padre, aunque sea un cabrón, no es tonto y lo sabe bien. 

 —Pero, hijo, ¿para qué quieres invertir tu dinero de un modo tan absurdo? —pregunta mi madre desde el sillón que hay al lado del sofá en el que estoy—. Si lo que quieres es hacer negocios, tu padre... 

 Lo que ella no sabe es que ya tengo mi dinero invertido en otros negocios. Negocios que están dándome mucho dinero y seguirán dando frutos en el futuro. Podría darle explicaciones, pero no quiero. Es así de simple. 

 —No necesito a mi padre para hacer negocios. 

Ni para cualquier otra cosa, pero me callo porque sé que, de momento, es mejor ser cauto. 

 —Te crees muy listo, ¿verdad? —Mi padre atraviesa el salón pisando los cristales del vaso que él mismo ha estallado contra el suelo—. Crees que, porque ahora jugas en la NFL, puedes reírte de mí o intentar enredarme, pero lo cierto, chico, es que estás donde estás por mí. —Acerca su cara a la mía, agachándose, y me contengo para no apretar la mandíbula y demostrarle lo que me hace sentir—. La realidad, aunque te duela, es que me debes todo lo que tienes. Tu sueño se ha cumplido gracias a mí. 

—Tú no tienes ni puta idea de mis sueños —le suelto con desdén. 

 Levanta la mano tan rápido como yo me levanto, invadiendo su espacio personal. Ya no soy el niño enclenque y asustado que vivía encerrado en un pueblo y sin posibilidad de salir de él. Tengo veinticuatro años, mido 1,91 metros y peso 96 kilos. Soy más alto que él, más fuerte que él y, si me toca los cojones, seré más cabrón que él sin pensarlo. 

—Venga, hazlo. Dame una excusa para devolvértela de una puta vez.

—Vale ya, por favor. —Mi madre se alza y pone sendas manos sobre nuestros pechos, como si con ese simple gesto pudiera disuadirnos—. En esta familia no arreglamos las cosas a golpes. 

 Doy un paso atrás, como si me hubiese dado una bofetada. 

 —No sé a qué familia te refieres, mamá, pero esta, en concreto, arregló sus problemas a golpes durante mucho tiempo. Solo que el único que golpeaba era él. ¿Por qué no puedo yo hacer lo mismo ahora? 

Cuando acabe el invierno y volvamos a volarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora