IV. El amanecer

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«Con lo poco que me gustan las armas... y esto no ha servido de nada», pensó el detective. El ala del monstruo se desplegó al instante, dejando entrever la faz humanoide y peluda de aquel ser del abismo. Izan, casi llevado por la locura de sus visiones, no dudó en apuñalarle en la mejilla mientras bostezaba de forma muy exagerada. Maihestia chilló; también, la criatura. Esta vez sí lo había conseguido y la sangre, negra como los pantanos del sur, le manchó las cicatrices de la mano. No obstante, eso solo aumentó los recuerdos perdidos de su mente. Se le dibujó una sonrisa de oreja a oreja, antes de que el resto de los baúles desvelaran a las demás: dos demonios con garras de pájaro que recibieron las patadas de Macer y se encaramaron en las estanterías, alerta. El hombre gris tenía órdenes en su organismo de proteger a sus jefes —fueran quiénes fuesen en ese momento— hasta el final. Y eso iba a hacer, incluso si la masa blanquecina de los ojos ya comenzaba a deformársele. Izan se lo agradeció en un cacareo. Luego, extrajo la daga y por poco recibió un zarpazo de la bestia en la barbilla. Macer lo apartó y, sosteniéndolo por la cintura, obligó a la más pequeña de las criaturas a salir de su escondite. Esta imitó a sus compañeras y se subió a la tapa del cofre, amenazándolos a base de babas y gritos que no impresionaron a ninguno. Pero si pareció poner de mal humor a las otras dos que la regañaron dando rasguños al aire. Maihestia arrastró los pies por la piedra del suelo, temblando y sin saber muy bien qué hacer. Ella no le había contratado para eso y ahora... ¿Por qué...?

—Déjelo, mamá —siseó el detective—. Eso no son sus niñas.

Estuvo a punto de decirle que como estaba tan seguro de ello cuando una de ellas enmudeció de pronto y se la quedó mirando. La luz que producía el hombre gris le iluminaba directamente la cara y, a la anciana, el nombre de Morrigan le subió por las entrañas como si fuese a vomitar. Aquel ojo azul púrpura era hipnótico; siempre lo había sido. El detective repitió su apelativo, aferrándose al hombro de Macer, pero ella, llorando en silencio, prefirió no hacerle caso y levantarse el velo.

—Lo siento —dijo—. Lo siento mucho, Morrigan. No debimos encerrarte, pero... Ni yo, ni el padre Edmard, sabíamos qué hacer después de lo de... Has... Has cambiado mucho, ¿eh? —continuó, volviendo a cubrirse la cara con las manos—. Ahora pareces un monstruo completo.

—¿Qué quiere decir? —la interrumpió Izan, volteándose apenas. La criatura no se había conmovido ni un milímetro, para sorpresa de nadie.

Maihestia regresó a descubrirse y el detective frunció el ceño. «¡Vaya!», exclamó por dentro, «¡Sus cicatrices podrían competir fácilmente con las mías!».

—Hizo... La noche que Hungus desapareció hizo algo... Lo hizo para traer de vuelta a Chandra Ashúman.

—¿Un hechizo de resurrección? —adivinó Izan, cada vez más encaramado en su ayudante— Pero, para eso, ¿no necesitas el cuerpo al completo? ¿Qué pasa con la cabeza? ¿Es que, al final, no se la dieron a los guls?

—No tengo ni idea —contestó la anciana—. Sí, se la dimos, pero... No lo sé. El caso es que, por culpa de ese... ¿ritual? Los monstruos aparecieron allí y arrasaron con todo a su paso.

«No me extraña», pensó el detective. Recordaba un poco lo que implicaba una magia como aquella: solo la voluntad del resucitado puede completar el encantamiento. «¿Y qué voluntad tendría el espíritu de una bruja torturada y decapitada por sus creencias? Nada bueno, eso seguro».

—Perdí de vista a las otras, pero Morrigan —siguió Maihestia—... A ella la encontramos tal y como la ve ahora: con la mitad del cuerpo convertido en una criatura horrible. La encerramos en las catacumbas de nuestra iglesia en Hungus para que nadie pudiese hacerle daño —confesó finalmente—. Pero acabó por escaparse... ¡Esto me lo hiciste tú, Morrigan! —Primero la señaló a ella y, después, a sí misma—. ¿¡Es qué no lo recuerdas!? ¿¡No recuerdas lo mucho que te queríamos!?

Terror a plena luz del día (Los casos de Izan Gakuma 3)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora