II. El principio de la noche

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Se acercó a la anciana con una mueca inquieta, intentando trotar como un pre-adolescente normal. Sin embargo, lo hizo un poco demasiado deprisa y a Maihestia le dio tanta impresión verlo de golpe, con la mandíbula desencajada y el ojo malévolo abierto de par en par, que dejó caer el trozo de madera junto a un jadeo de sorpresa. Izan no se disculpó, también incrédulo, y esperó a que hablara para dirigirse a la fotografía del fondo.

—Vaya —la interrumpió, dando un par de zancadas hacia el marco—, ¿una familia feliz?

De cerca, no era más que una instantánea de color sepia en uno de los desiertos de la región: papá, mamá y sus tres hijas delante de otra iglesia del vuaricornio rosa, todos con sus uniformes de feligreses: las mujeres se cubrían la cabeza afeitada con una caperuza blanca y el hombre la lucía con orgullo, vestido con la misma sotana hasta los tobillos que el resto. Cuatro de ellos sonreían y una de las chicas parecía estar allí a la fuerza. La esquina de la fotografía desdibujaba sus nombres y fue Madre Maihestia quién le aclaró sus dudas.

—Casi —murmuró—. Somos el padre Edmard y yo... en Hungus.

—¿Dónde empezó la infección que arrasó con el sur?

—Sí. Y ellas —continuó— son las últimas chicas que reorientamos.

—Me he fijado que a una de ellas se le ha aclarado uno de los ojos... ¿De qué año es esta foto?

—Morrigan padecía de heterocromía —respondió la anciana, alzando de nuevo la compuerta—. Tenía algo de sangre de las antiguas tribus de la región... Quizá por eso era la favorita de su maestra. Decapitaron a esta última hace sesenta años, detective —esclareció antes de que volviese a preguntar—. Así lo mandaba la ley de entonces.

«Y hoy en día solo los torturan hasta la muerte, ¡qué gran cambio!», gruñó por lo bajo, sintiendo una brisa secándole el sudor del cuello. Ahora que tenía el pelo mucho más corto que al principio de su carrera —las enfermeras se lo habían cortado al perder el ojo en uno de sus casos— le costaba esquivar esas llamadas de atención de lo sobrenatural. De reojo, vio que estaba oscureciendo y quiso convencerse de que, en parte, se trataría del frío.

—Entonces —prosiguió, sin girarse hacia Maihestia—, ¿ahí es dónde está su problema de plagas? Si seguimos hablando en clave, por supuesto.

La anciana asintió.

—Ya se lo dije... Creo que, por lo menos, hay tres. Pero recuerde que...

—No les haré ningún daño, mamaíta —se apresuró a añadir el detective, recorriendo los rostros de las chicas en el cristal del marco—. No se preocupe, ya veo por qué. Aunque, tengo que reconocer que, si bien eso es posible, sospecho que...

Al aproximarse a ella, una oleada de delirios le hizo callar: una mujer con serpientes en el pelo extendía los brazos, repletos de cortes simbólicos, hacia sí; mientras su familia gritaba por misericordia sobre arenas movedizas de color granate y las paredes de lo que parecían las catacumbas parpadeaban en la oscuridad. Se apretó el entrecejo con el pulgar y el índice, intentando no caer de culo... Pero, al final, no lo consiguió. Pronto, Macer —hasta entonces a la espera de alguna orden— le ayudó a ponerse en pie con movimientos mecánicos. Madre Maihestia ya no sabía si preguntar de nuevo por su estado.

—Qué suerte la mía de tener a alguien tan servicial —exclamó el chico, más pálido de lo que era. Le costó un instante recuperar el equilibrio, y después demandó al hombre gris que lo soltase, sacudiéndose como un peluso(7). Continuó hablando, sin abandonar su diabólica sonrisa: —Macer, cariño, ¿sabes lo primero que vamos a hacer? Vas a escanear ese lugar de arriba abajo —apuntó al tablado con un dedo retorcido en cicatrices—. Y, luego... ya veremos lo que hacemos, ¿eh?

—Lo que usted diga, jefe.

Pidió paso a la clienta y, con excesiva rapidez, desapareció escaleras abajo hasta que el sonido de sus pies de latón fue solo un murmullo para el detective. Izan, que conocía de sobra que recopilar información «de aquella manera» llevaría su tiempo, se sentó en el altar e instó a Maihestia a acompañarle con alguna conversación. Así, de paso, dejaría de ver la cara de Yosfyl cubierta con su sangre. La anciana obedeció casi con miedo. Pero se quedó con la mandíbula apretada, para su fastidio.

—¿Por qué cree que se trata de ellas? —preguntó, fingiendo entusiasmo. El frío de la noche iba en aumento.

Maihestia permaneció en silencio un poco más antes de contestar:

—Simplemente quiero tener fe.

—¿Qué piensa que les pasó para acabar como unos monstruos...? ¿Cómo era, querida? ¿Unos monstruos alados del mismísimo abismo?

—Usted, también, es del sur, ¿no sabe lo que ocurrió en Hungus?

—¿Y quién no sabe eso?

—Entonces, sabrá que aquello fue una tragedia. ¿Qué más excusa que una tragedia para acabar como un monstruo? No se ofenda —agregó—, pero mírese usted mismo.

El detective se echó a reír, sacando del mismo lugar donde aguardaban las chucherías de Maihestia, un pitillo de la marca freesia(8) y un antiguo mechero oxidado.

—¡Qué razón tiene, madre, qué razón tiene! —una vez encendido, le dio una calada— En todo, además. El incidente de Hungus sigue siendo la comidilla de los periodistas más ambiciosos y los escritores con menos imaginación... e incluso de nuestro propio gobierno. ¿Qué pensaría la reina si comprendiera la magnitud de algunos discursos en los que aparece? «La cúpula es un regalo que no hay que desperdiciar» —dijo, imitando la voz de uno de los altos cargos de la Kapital—. ¡Cómo si ellos la hubiesen construído, ¿se lo puede creer?!

—Bueno, técnicamente fue su idea, señor detective —respondió Maihestia, removiéndose con incomodidad. Si alguna furia(9) que pasase por allí lo escuchara...

—Fue su idea, pero no su creación. Es una gran diferencia, ¿no le parece? Una muy hipócrita, añado —inspiró el humo que, en ocasiones, hasta parecía vivo—. Tantos siglos criticando a brujas y magos y, luego... ¡Zasca! Nos aprovechamos de ellos para que protejan a sus torturadores y al séquito de gilipollas que los han estado apoyando. ¿No cree que eso tenía toda la pinta de salir rana, madre?

—¿Qué quiere decir?

—Llevo tiempo pensándolo, ¿sabe? —exhaló— ¿No piensa que si esa capa invisible realmente funcionara a la perfección, yo estaría aquí ahora mismo... buscando monstruos? ¡Se supone que ese es su objetivo!

Maihestia boqueó como un pez asfixiado por la realidad; sentía los ojos de las chicas de la fotografía clavados en su joroba, mientras la sonrisa del detective se deformaba hacia el cadáver de la serpiente.

—No era más que una trampa —concluyó este al fin.

Terror a plena luz del día (Los casos de Izan Gakuma 3)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora