Capítulo I: al ritmo de «Jazz»

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Sofia subió por las escaleras, había estado sentada en una de las mesetas, hasta que escuchó el sonido de un saxofón. Abrió la puerta de la azotea, encontró a un muchacho alto y castaño, que se le hacía muy familiar, pero no podía reconocer, por más que lo intentase. Se acercó para mirar al joven... Entonces despertó, se levantó con su tocadiscos haciendo ruido blanco, había rayado su disco favorito, Calipso, su gata, una bola de pelos, de color blanco esponjosa y linda con ojos verdes y grandes; de carácter amable y cariñosa pero algo juguetona, se había subido la mesa y sin querer había movido la aguja y esta rayó el vinilo.

—¡Cali! —le reprendió su dueña—. Este era mi favorito, ¿Qué haré contigo? Te salvas solo porque eres adorable.

La gata solo atinó a maullar y seguirse acicalando.

—¡Calipso, baja de ahí por favor!

Cuando la bola de pelos vio a su dueña acercarse, acertó inteligentemente a bajar de la gran cómoda en la que estaba puesto el viejo tocadiscos de marca Sony.

Al ver la hora, suspiró y caminó hacia la puerta de su habitación y bajó las escaleras, no sin antes tropezar con uno de los escalones y luchar por no terminar rodando escalera abajo, la muchacha seguía adormilada y eso acentuaba su torpeza.

Cuando llegó a la cocina su padre se encontraba haciendo el desayuno y su madre planchaba la camisa del uniforme de Sofía.

—Vaya, aún es algo temprano cariño, buenos días —la saludó su madre poniendo su camisa junto a su lazo en un gancho.

—Cali, rayó uno de mis discos, el ruido me despertó y ya no valía la pena seguir durmiendo.

—Esa bendita gata, es una traviesa, la hubiese sacado de la casa hace años si no fuese tan linda —respondió su padre riendo—. Oye, ya que estás aquí, ¿qué quieres desayunar?

La gata que había seguido a su dueña hasta la cocina solo se puso a un lado de su plato de comida vacío y maulló viendo el plato y luego viendo a su dueña, Sofía no tuvo de otra que darle de comer si quería que la dejara desayunar tranquila.

—Un huevo frito por favor —respondió la dulce niña educadamente—. Ah y algo de tocino.

Sofía era una muchacha bajita y curvilínea; tenía enormes ojos azules que combinaban a la perfección con su larga, espesa, brillante y rizada melena pelirroja. Siempre llevaba un lazo azul sosteniéndole el cabello de los lados para que no se le metiera por las orejas. Casi siempre llevaba pequeños aretes de diamantes. Tenía la cara pecosa y redonda con un par de hermosos hoyuelos. En otras palabras, Sofía era adorable en todos los sentidos. Siempre dormía con un pijama de manga larga de franela que cerraba a botones, era de color cian y la usaba porque era muy friolenta, por la noche se congelaba si no la usaba, a menos de que estuviese durmiendo en la playa. Acababa de cumplir los quince años el veinte de abril y se notaba, aún en muchas cosas era una niña, pero las hormonas le jugaban una mala pasada de vez en cuando, incluido por supuesto aquel sueño.

—He tenido un sueño muy raro —confesó la muchacha.

—¿Con que soñaste? —preguntó su padre.

Luego recordó el sueño, se ruborizó, aquel muchacho era de lo más guapo que había visto nunca, no le podía decirle eso a sus padres.

—Nada nada, al final no era nada —respondió partiendo un trozo de pan de la mano que había en la mesa y comiéndoselo de un solo bocado, casi se ahoga con tal de no decirle a sus padres que había soñado con un chico lindo—. No lo recuerdo tan bien como pensaba, no vale la pena contárselo.

Su madre sonrió y asintió con la cabeza.

—Claro, claro cariño, como tú digas —respondió su padre riendo.

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