1. Etiquetas en el traje, copas sofisticadas y recordatorios del calendario.

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Esta noche soy una especie de camaleón

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Esta noche soy una especie de camaleón.

Un camaleón vestido de Armani.

Tiene sentido, por supuesto. La única manera de mimetizarte cuando te rodea el reparto de la serie más anticipada del año es con ropa similar a la suya. Y gracias al espectacular traje que ha aparecido en mi rellano a media tarde, ninguno de los asistentes en esta azotea tiene razones para suponer que no soy otro actor invitado a la fiesta. Me imagino que la intención de mi empresa era que me camuflara en mi entorno, puesto que mi deber hoy es asegurarme de que todo vaya sobre ruedas, pero no puedo evitar sentirme como si en cualquier instante el traje fuera a estallar en llamas.

Los pocos pasos que he dado por la terraza, los he dado como si llevase una bomba de relojería encima. No es porque el traje cueste más que mi armario entero (que también), sino porque la empresa no le ha quitado la etiqueta con el precio antes de mandar el paquete. Sospecho que deliberadamente.

Tal y como lo veo yo, sólo puede significar dos cosas:

1.     Mi primera hipótesis (sin duda mi menos favorita) es que pretendían que hiciera el viejo truco de esconder la etiqueta por dentro para devolver el traje nada más acabar el evento. De ser cierta esta teoría, además de reafirmar que mis jefes son unos tacaños que sólo se preocupan por las apariencias, conllevaría que estoy metido en un serio problema, ya que corté la etiqueta nada más recibir el paquete.

2.     La segunda hipótesis —una gran mejora respecto a la anterior— sostiene que el traje era una manera de dar las gracias por mi dedicación durante los últimos meses, en los cuales me he encontrado no pocas veces a punto de denunciarlos por esclavitud (una actividad que, por mucho que quieran ignorarlo, no le encanta al artículo 177 bis. 1 de nuestro Código Penal).

Por mi propio bien, espero que, por cutre que sea dejar el precio a la vista en un regalo, sólo quisieran recordarme que obsequios como el traje —que valen lo mismo que un sueldo mensual— únicamente llegan cuando hago bien mi trabajo. Si piensan pedírmelo de vuelta, debería ir buscando formas rápidas (de dudosa legalidad) de sufragar el coste de la americana y los pantalones, como vender drogas a precios estratosféricos en las urbanizaciones de lujo del norte de Madrid.

Lo más seguro es que sí fuera un recordatorio de lo que está en juego esta noche. De que esta fiesta debe salir bien. Lo que me gustaría decirles a mis jefes es que no sería capaz de arruinar el evento ni adrede; apenas me quedan fuerzas para mantenerme en pie. Las cápsulas de café vacías y las noches sin dormir están pasando factura. De todos modos, no sería tan tonto de echar por tierra mi propio trabajo.

Llevo en la misma esquina desde que he llegado, y planeo seguir aquí las próximas horas, contemplando desde la distancia cómo los invitados se divierten. Puede que lleve un traje a la altura de esta gente, pero no encajo en su burbuja de glamur, contactos multimillonarios y sonrisas fáciles. No me importa: socializar requiere más energía de la que tengo.

Cómo resolver un asesinato (antes que tu ex)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora