Sin lugar a duda, resultaba más atractivo estando sobrio, como la mayoría de las personas. Ahora emitía un aura encantadora, pero se trataba de un encanto inteligente, no superficial.
—Podríamos ir al High Line —propuse.
—No con Boris.
Ah, Boris. Parecía perder la paciencia con nosotros.
—¿Sueles seguir algún camino en particular cuando paseas perros? —le pregunté.
—Sí, pero no hace falta que lo sigamos ahora.
Parálisis. Parálisis total. El me miraba de reojo. Yo lo miraba de reojo. Titubeando, titubeando, titubeando.
Finalmente, uno de nosotros tomó una decisión.
Y no fuimos ni Ni-ki ni yo.
Fue como si, de repente, una orquesta de silbatos para perro hubiera comenzado a tocar la Obertura 1812 de Tchaikovsky. O como si un desfile de ardillas estuviera marchando al otro lado de Washington Square, embadurnadas con aceite. Fuese cual fuese la provocación, Boris salió disparado como una bala. Esto hizo que Ni-ki perdiera el equilibro, resbalara en el hielo y cayera de lleno al suelo mientras la bolsa de caca salía volando por los aires. Para enorme deleite mío, mientras se desplomaba, Ni-ki profirió un estridente: «¡HIJO DE PUNTO!», un insulto que no había oído con anterioridad.
Aterrizó con muy poca elegancia, pero no se hizo daño. La bolsa de excrementos casi le explota en la sien. Mientras tanto, soltó la correa de Boris, pero me lancé sin pensar a por ella. Ahora era yo quien tenía la sensación de estar esquiando sobre el cemento.