Capítulo 2: Los huérfanos

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Amanecía en la tierra de Amial. Los campos yermos descansaban grises bajo los pocos, tímidos rayos del sol que lograban escabullirse entre las nubes de humo y ceniza que cubrían el encapotado cielo. Destellaban como centellas los despojos de armas, escombros y chatarra que asomaban entre la tierra.

Dos criaturas polvorientas vagaban por dichos campos, uno, el pequeño, por delante y la otra, mayor y más alta, por detrás. Marte y Sol tenían 11 y 14 años respectivamente. Los harapos que usaban por vestimenta colgaban holgadamente sobre sus cuerpos delgados y pegajosos mientras se movían lentamente entre el páramo.

De vez en cuando, se detenían sobre alguna pieza que sobresaliese de más. Marte se agachaba, escarbaba sin fuerza ni prisa. Cuando se descubría el objeto enterrado, Sol se agazapaba al lado de Marte y alargaban sus manos curtidas. Ambos tiraban pesadamente del objeto y, si tenía algún valor y podían transportarlo, lo llevaban consigo.

A su alrededor, habían unos cuantos desamparados más. Eran escasos y todos se encontraban muy alejados entre ellos. Pero a pesar de tener esa compañía, la distancia y el clima no hacían más que acrecentar el triste aura que los envolvía.

De pronto resonó la campana en la distancia del campanario. El sonido reverberó por el cielo con un sabor celestial, obligando a los niños a detener su tarea. Marte retiró de puntillas un par de objetos de la bolsa que su hermana portaba a la espalda y se los añadió a la suya con cuidado.

Ambos comenzaron su marcha en dirección al portón del oeste de la muralla de Amial.

- Tengo hambre -dijo Sol sin tonalidad.

- Ahora -dijo Marte en una atonalidad seca y dura.

A medida que se acercaron a la ciudad, comenzaron a escuchar la desagradable música que componía aquella sociedad. Los instrumentos de dicha orquesta los formaban los gemidos de mendigos en el barro de las calles, los bebés que lloraban por odiar el olor y el gris que rezumaba la ciudad, y el peor de todos, los sonidos metálicos que se precipitaban desde las fábricas del interior.

Marte lideraba la avanzadilla. Caminaba con decisión, inclinado hacia delante, fingiendo una fuerza que, desde luego, no tenía. Su mirada era dura y su ceño fruncido, pensaba que por adoptar esos gestos la gente los molestaría menos. La calle no era un lugar seguro en Amial.

Sol, en cambio, lucía mucho más vulnerable. Su mirada estaba clavada en el suelo, sus brazos y hombros se plegaban sobre su pecho, y su ritmo la mantenía siempre pegada a su hermano pequeño.

Tras unos minutos caminando pegados a la pared para evitar a los carteristas, se dispusieron a atravesar un callejón. A priori podría parecer algo peligroso o insensato, pero lo cierto es que los asaltos y otras criminalidades sucedían con descaro en igual medida por las calles principales. Atajar, pues, era la mejor opción si eso les hacía moverse con mayor presteza. No era como si estuviesen siendo seguidos, pero esa también era una posibilidad. Muchos de los ciudadanos de Amial, antaño honrados y caritativos, eran ahora buitres que acechaban a presas débiles, esperando su momento para atacar.

Así continuaron durante varias calles, adentrándose cada vez mas en la pestilente y verdosa atmósfera del interior de la muralla.

Las esquinas las conformaban edificios mugrientos, pegajosos y resbaladizos, cubiertos de moho negro, como el resto de construcciones de Amial. Si por cada edificio que uno se cruzase, estimase que su función era destinada a la de destilerías clandestinas, tabernas secretas o prostíbulos, uno acertaría un sesenta por ciento de las veces.

Así, atravesando una de estas esquinas, Marte y Sol se adentraron en un último callejón. Aparecieron en una enorme plaza que permanecía oculta por un sin fin de altas edificaciones, que conferían a dicha localización una oscuridad sempiterna.

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