Capítulo 9: El mal menor.

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La nube de arena que habían levantado los cañonazos ya se había asentado cuando los dos enormes navíos, que hacía escasos minutos habían bombardeado la costa, echaron anclas a decenas de metros.

Petrificados como animales sorprendidos, los nómadas aguardaban el desembarco de las tropas, que se acercaban a remazos en numerosas barcazas. En aquel momento de suspense, Zorro contó las barcas, contrariado por una avalancha de emociones que iban desde la emoción mas irrefrenable al miedo mas profundo. Debido a esto, y teniendo tanta animadversión por esa clase de emociones que le generaban malestar, decidió distraerse con otros pensamientos. Se entretuvo haciendo matemáticas para calcular el número de tripulantes de cada embarcación en base a cuántos botes se aproximaban a la isla. El resultado le pareció tan disparatado que desechó la línea de pensamiento. Huir de la contradicción para alcanzar una conclusión más desalentadora no era el mejor método, concluyó.

Faltaban escasos metros para que alcanzaran la orilla, puede que solo fueran segundos.

El sol ya se alzaba por el horizonte, aunque todavía emitía destellos anaranjados sobre la playa y la espuma de mar.

Lechuza giró su cabeza, frenética, hacia el Anciano. Su rostro era la viva imagen de la desesperación y la impotencia. En ese momento, casi al instante, como si despertara de un sueño, el Anciano cambió su posición y comenzó a andar, en un paso sorprendentemente firme para alguien de su edad, en dirección a Zorro. Al alcanzarlo, lo empujó por los hombros, apretando con una fuerza pasmosa. Todo aquello, los cañonazos, la reacción del anciano, ralentizaron la velocidad de procesamiento del joven que se dejó arrastrar más allá de los arbustos que delimitaban el comienzo del bosque.

Allá, aislados del resto, como si hubiesen atravesado un portal, quedaron los dos sumergidos por las sombras que el joven sol aún no había logrado desterrar.

La mirada del Anciano saltó frenética, como poseída, entre los ojos de Zorro. Primero uno, luego otro, otra vez el primero... Su respiración era cada vez más turbulenta, hasta que se obligó a tragar saliva y romper el silencio al fin.

- No tengo ni idea de qué va a pasar, Zorro -bramó el anciano, intentando mantener el tono al mínimo, como si no quisiera ser escuchado-. Pero siendo la primera vez que acuden a nosotros en siglos, solo podemos asumir lo peor -a Zorro le extrañó las numerosas palabras que estaba usando para expresarse, rompiendo su característica forma escueta de hablar-. Ahí fuera hay una guerra, de eso no me cabe duda y solo puedo suponer que necesitan aumentar su poder militar ¡No lo podemos permitir! Mi deber es protegeros, no permitiré que participéis en esta guerra, si os enfrentáis a... -el Anciano pareció tener que morderse la lengua.

Zorro se encontraba incómodo en aquella situación, apartó la mirada, buscando un ángel guardián que lo librara de aquella conversación. No entendía nada.

- ¡Escúchame! -bramó de nuevo, obligando a Zorro a girar la cabeza una vez más-. Pase lo que pase, decida lo que decida, da igual cuál sea el pacto que haga con Hoxus y... -de nuevo pareció rectificar- con ellos, da igual lo que decida Zorro, tú debes mantenerte al margen.

Zorro asintió echándose atrás todo lo que pudo, buscando poner distancia entre ambos a pesar del férreo agarre que esgrimía su interlocutor. Al ver su intención, el Anciano imprimió sobre los hombros del muchacho una fuerza sobrecogedora.

- ¡Júramelo! Zorro, júralo por la Voluntad de Fuego y los Preceptos del Mar.

Zorro asintió.

- ¡Dilo! -exclamó el Anciano, totalmente fuera de sí.

A Zorro le latía el corazón a máxima potencia. No era capaz de reconocérselo a sí mismo, por lo intenso del momento y por la naturaleza de la propia idea. Pero estaba aterrorizado. Instintivamente, apretó con fuerza la cadena que mantenía la hoja de horizonte pegada a su antebrazo.

El Avatar de la IraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora