• Prólogo •

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—¿Dónde encontraremos a Leo, Richie?

Por milésima vez, pensó Estrella, había suplicado una respuesta en forma de susurro entrecortado, ignorando por completo el posible fastidio que podría sentir el joven que la acompañaba. Las calles solitarias de Caracas estaban envueltas en una penumbra inquietante, donde las sombras parecían cobrar vida entre los edificios desgastados y las aceras agrietadas. Habían pasado horas llorando en silencio, el eco de sus pasos resonando en la noche fría y desolada. La voz de Estrella ya no le salía con la misma fuerza con la que él le daba las indicaciones a ella. Después de todo, ella era la única que se había quebrantado emocionalmente al llevar a cabo su plan maestro de escape. Deseaba tener una pizca de la voluntad de acero que lo mantenía a él en una sola pieza de perfecto control bajo la presión que ambos enfrentaban.

Cruzando los brazos sobre su pecho plano, por la falta de los montículos que caracterizaban el inicio de la maduración como mujer, se obligó a continuar el ritmo constante que habían mantenido durante las últimas horas. El frío aniquilador le entumecía los músculos de las piernas, y el aire helado le cortaba la respiración, como si la ciudad misma quisiera retenerla. «¿Qué pasará si no lo encuentro?» se preguntó, recordando el brillo en los ojos de Leonel cuando le prometió que siempre la protegería. Esa promesa era su único refugio en un mundo que parecía desmoronarse a su alrededor.

El asfalto, húmedo por la reciente lluvia, reflejaba la escasa luz de la luna, creando un juego de sombras que parecía ocultar secretos oscuros. Y de no ser por la sensación de ser observados, pudo haber recurrido al reloj rosa pálido que decoraba una de sus muñecas —también pálidas por el frío— para saber la cantidad de horas exactas que deambulaban. Sin embargo, su inconsciente asustadizo le había advertido al cruzar la primera calle de los barrios bajos que estaban siendo perseguidos por alguien. Si podía evitarlo, no atraería a ningún delincuente que quisiese el gastado reloj para regatear por drogas más adelante.

—No podemos ir con él, nena —le respondió Ricardo, enfocando por encima del hombro el interminable negro de sus ojos en los cafés acristalados por las lágrimas de ella. Su voz, más dura de lo que había sido nunca, resonó en la noche como un trueno lejano—. Él nos hará regresar con Esperanza y con... con Pedro en cuanto sepa de nuestra ubicación.

Guardó silencio unos instantes, con una nueva idea amenazando con romper la tranquilidad que fingía ante ella

—¿Tú... quieres volver con Pedro?

Cada tanto, Estrella había hecho la misma pregunta, y Ricardo solo fingía no escucharla. Sin embargo, el espeso terror que se acumulaba en la boca de su estómago no paraba de crecer, apretujando los órganos en su interior. Si ella afirmaba su creciente sospecha, él debía buscar la manera de dejarla cerca de un sitio de emergencia o... un hospital. Allí le ayudarían a contactar con su madre para recogerla. Pero él no iba a acompañarla de regreso al infierno al que sus padres los sometían a los dos. Se había jurado a sí mismo que al poner un pie fuera de casa sería el momento del no retorno, porque al fin sería libre, y él deseaba ser libre, con o sin ella.

Desconociendo los pensamientos de su hermano, Estrella no lo pensó ni por un segundo. Lo cierto era que no quería estar en el mismo lugar en que se encontrara aquel despreciable hombre que intentó colarse en su habitación en medio de la noche, cuando dormía plácidamente en su pequeña cama maltrecha. Pero tampoco quería permanecer lejos de su amigo Leonel, no cuando fue él quien la rescató de lo que pudo ser un abuso. Leonel era su lugar seguro, su faro en la oscuridad.

—Él no haría eso, Richie, no a nosotros —dijo Estrella, bajando la voz, convencida de que su amigo de toda la infancia no la entregaría de vuelta a la familia que la había dañado a niveles que ella desconocía. También podía asegurar que Leonel no delataría a su hermano, aun cuando no se conocían lo suficiente para tenerle plena confianza. Leonel sería incapaz de aplastar la única oportunidad de fuga de su Constelación.

—No estoy tan seguro de ello, Estrella.

Ella se detuvo en seco cerca de un poste de luz al borde de la calle, la luz tenue iluminando su rostro pálido y marcado por la angustia. Esa sola oración le supo amarga. Que él desconfiara de su amigo no le gustaba en absoluto. Jamás intentó que ese par se llevara bien, pero una cosa era que Ricardo no le agradara Leonel, y otra muy diferente que tratara de ponerle en su contra.

Una bofetada pudo ser menos dolorosa para ella.

—Tú no lo conoces, Ricardo —escupió con una creciente ira arrojando veneno en sus palabras. Apretó los puños a su costado, decidida a no perder el control de su voz. La rabia ardía en su interior, un fuego que la mantenía alerta en medio de la frialdad de la noche.

Al oírla, Ricardo se detuvo a unos metros de ella, frente a una cafetería cuyo cartel le faltaban letras en el nombre, leyéndose como «El Maneo» en vez de «El Mañanero». No podía creer que, después de todo lo que había sacrificado por llevarla a ella consigo, ella todavía no confiara en él. Giró sobre sus talones.

—Tienes razón, Estrella —dijo, acercándose a ella lentamente para no espantarla. En el estado de pánico en que se encontraba, sería muy fácil asustarla con un movimiento repentino—. No conozco al chico Andraette.

Situado delante de ella, colocó una mano sobre su hombro, en la línea de la correa de la mochila, y la otra bajo su barbilla, presionando hacia arriba con la punta de sus dedos para que lo mirara directo a los ojos. La calidez de su mano contrastaba con el frío de la noche, un pequeño refugio en medio de la tormenta.

—Pero sé que nos delató y que justo ahora está esperándote en el punto de encuentro con Pedro a su lado.

Estrella sintió que el mundo se le venía abajo. La traición de Leonel, la posibilidad de perderlo, la llenó de una desesperación que nunca había experimentado. «No, no puede ser…» pensó, mientras su mente buscaba una salida, una manera de escapar de esa realidad aplastante. El sonido de un perro ladrando a lo lejos y el murmullo de la ciudad se convirtieron en un eco distante, como si todo se desvaneciera a su alrededor.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó, su voz temblando mientras luchaba por mantener la calma. El miedo se mezclaba con la determinación, y una punzada en su pecho le recordó que no podía rendirse.

Ricardo, sintiendo el peso de la decisión que debían tomar, miró hacia la oscura calle detrás de ellos. «Debemos movernos. No podemos quedarnos aquí». La noche se cernía sobre ellos como un manto de incertidumbre, y Estrella sabía que la única manera de encontrar a Leonel y asegurar su libertad era enfrentarse a sus miedos, incluso si eso significaba desafiar a su propio hermano.

Soy tu Dueño [EN PROCESO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora