Cap. 2 La tela se moldea más que la madera

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Narra Fernando

                      Pátzcuaro Michoacán, México. 1840

Me di cuenta que no soy como mis hermanos cuando tuve la madurez suficiente para ver mis diferencias. Un niño no logra verlas tan fácilmente, pero al ser el quinto hijo varón, siendo que esperaban una niña, era claro que no me tratarían al igual que mis cuatro hermanos, mamá esperaba una mujer, para que la ayudara en la casa y que fuera su compañía indiscutible, entre tanto hombre ella debía sentirse sola.

Pero siempre estuve para ella, recuerdo mi niñez paseando entre sus hilos y bordados, ayudándola a juntar las bolas de hilo y viendo cómo molía el maíz Y el nixtamal en la madrugada, antes que el sol saliera y el gallo cantara, pero sin duda el recuerdo más viejo que tengo de mi niñez es cuando salíamos los dos muy temprano a vender de puerta en puerta tortillas, para después venderlas en la entrada de la casa donde mi padre le preparo un horno especial y los clientes llegaban solos. Con ese oficio de mi madre lograron lo que muchas personas desearían, construir una casa.

Mi familia es de Janitzio, una isla  purépecha que esta en medio de un lago, dónde todos son amigos y conocidos, a mi me gusta llamarla la tierra donde nunca se van los muertos, porque a final de cada año se realizan ritos para recordar a los que ya no están. Allá se casaron y tuvieron a mis primeros dos hermanos, papá desde muy joven se hizo carpintero, al igual que su abuelo y su padre. Con la esperanza de tener un futuro mejor y con unos cuantos ahorros en las faldas se mudaron a Pátzcuaro, un pueblo que está cruzando el lago, reto muy grande ya que apenas hablaban español, pero insistían que querían que mis hermanos y yo estudiáramos, aunque yo aún no estaba ni en la mente. Rentaron una casa, dónde en el patio papá hizo su taller, le enseño su oficio a todos mis hermanos, Gustavo, el mayor, era su favorito y su mano derecha en el taller, le enseño todo lo que sabe desde que aprendió a hablar, mientras por las mañanas iba a la escuela, en las tardes lo ayudaba en el taller, fue él y mi hermano Gilberto quien los enseño a perfeccionar su español gracias a la escuela. Pero era claro que con lo del taller apenas podían mantenerse, fue cuando a mi madre se le ocurrió vender lo que mejor sabía hacer, tortillas.

—No creas que no fue difícil hijo, pero tú papá siempre me ayudó y quieras o no por mi tenemos está casa.— Alegaba mi madre mientras molía los granos de maíz al borde del suelo, me incline a su altura y le pase un poco de agua para el cansancio.

—Sigue hablando — le dije con una sonrisa, esta historia ya me la contó antes, muchas veces, pero me gusta escucharla siempre que puedo.

—Mientras tu papá hacia sus trabajos ahí donde vivíamos yo salía a vender las tortillas, ya no me daba abasto y tú me ayudabas a cargar, ay hijo, con lo que ganaba con las tortillas comíamos y pagábamos la renta, salía para todo eso, incluso para mal vestirlos y todo lo que ganaba tu papá se lo poníamos a la casa, que un cuarto, el techo, incluso un lugar para que el trabajará y otro para mí, así no se llenan de aserrín las tortillas.— y lo orgullosa que sonaba mi madre era lo que me hacía querer escuchar esta historia una y otra vez.

Sin duda ellos dos me llenan de inspiración, al crear esto ellos, tener su propias casa en dónde pueden trabajar, que nos dieron educación hasta donde nosotros quisimos y nos criaron con tanto amor, saliendo ellos solos, con otra lengua y posibilidades. A cada uno de sus hijos nos enseñaron su lengua materna, Purépecha, la cual hablamos en casa todo el tiempo y nos gusta usar demasiado, aunque en las calles debamos usar el español. Sin duda alguna yo creo que el Purépecha es mucho más bonito que el español, por la dificultad y lo entrañable que se siente, es  mantener vivos a nuestros ancestros y raíces, porque en cada palabra expresamos lo orgullosos que estamos de nuestro origen.

Cartas de Amor a mi Pueblo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora