Mi globo de helio

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Mis mañanas comienzan en completa oscuridad. Una oscuridad silenciosa y densa rodeándolo todo, que solo es interrumpida por dos sonidos vacíos: el delicado y apenas perceptible silbido del metro al pasar por sus cotidianas estaciones, y el eco de mis 365 pasos hacia ese desfile de intelectuales disfrazados de gente ordinaria. El murmullo de todas esas personas somnolientas aglomerándose hacia las inmensas puertas del conocimiento me parece cada vez más inquietante.

"Yo no pertenezco aquí."

Y luego, sin previo aviso, me encuentro atrapada por mi estancia en la preparatoria, con sus pasillos tan conocidos que de repente forman un camino vagamente distinto, pero tremendamente familiar, los años avanzan, pero parece que se repite el mismo una y otra vez, en bucle. Hay un estrés conocido y casi palpable contaminando todo, asfixiándome sin importar cuanto aire tengan mis pulmones.

La inexorable rutina me consume lentamente; el pasar de salón en salón sin estar realmente en ninguno de ellos me hace sentir claustrofobia. Me veo obligada a atar a mi muñeca una y otra vez ese globo de helio que tengo por mente y que lucha por alzar el vuelo y alejarse con lentitud hacia el sol.

La escuela siempre ha sido una montaña rusa de emociones que pasa entre el entusiasmo y la desesperación intermitentes y fugaces turnándose para reinar dentro de mí; un interminable vaivén en el que hora tras hora se fuga la esencia de mi vida: mi tiempo. Todo se reduce a momentos llenos de un constante bombardeo de datos interesantes pero inconexos, que jamás soy capaz de procesar por completo.

Trabajos, tareas y clases en un ciclo viciado, repetitivo e interminable, yo puedo con eso. Lo que me incomoda es esa persistente sensación de que no tengo ni idea de lo que estoy haciendo. El tiempo pasa frente a mí sin ser realmente relevante, estoy atrapada en una especie de letargo sonámbulo del que me encantaría despertar. Una, dos, tres, siete clases, hasta que la última campanada abre las puertas que encierran mi mente. Y mi globo, insistente, tira de mi muñeca con una determinación tan asesina que me hace daño y no tengo otra alternativa que desatarlo y dejarlo volar.

Con mi mente en otro mundo mis pies me dirigen, llevándome por un camino conocido aunque no sé exactamente a dónde voy. Estoy en modo autómata: esos pequeños momentos en los que dejo a mi globo de helio marcharse y vagar por donde quiera, de la forma que quiera.

Los pasillos hacia la anhelada salida siempre me han resultado poco trascendentes, donde no hay nada más que un paso después este y otro siguiendo a ese, una cadencia rítmica y monótona, caminar a un paso acompasado que jamás es rápido y nunca llega a ser del todo lento, eso es lo más interesante de este edificio, de esta rutina, de esta existencia zombie.

Entonces un destello de suerte me hace girar la cabeza en su dirección, mi corazón acelera su aleteo segundos antes de que mis ojos se posen sobre él. Recibo un fuerte impacto mental antes de terminar de procesarlo. Creí que jamás lo volvería a ver y está ahí, actuando como si no fuera la persona más alucinante que cualquiera podría encontrarse jamás. Tan solo un par de metros de distancia nos separan. En mi campo de visión solo cabe él y sus carcajadas borboteantes que había extrañado tanto. El tiempo a mí alrededor se hace cada vez más acompasado y liviano, siento que la gravedad desaparece y mi estómago se llena de nubes. Me veo obligada a detenerme ante la intensidad de mis sentimientos. Desearía poder embotellar esta sensación y vivir en ella por el resto de mis días.

Su episodio de risa se va extinguiendo paulatinamente y a su vez una nostalgia va creciendo en mi interior, oprimiendo mis costillas y mi corazón acelerado, causándome un pequeño dolor punzante y anhelante. La vida a mi alrededor sigue su curso habitual, pero de repente mis pies pesan tanto que soy incapaz de moverme, solo entorpezco el tránsito del pasillo y observo a ese chico risueño y vivaz, con su cabello alborotado y sus ojos brillantes. Los hoyuelos de sus mejillas son tan profundos que en ellos cabe una galaxia completa. Yo estoy cada vez más embelesada por su imagen, creyendo que él está distraído, pero sus enormes ojos color miel examinan el pasillo rápidamente; y en la más hermosa coincidencia nuestras miradas se cruzan y bailan un par de segundos. Aparta sus ojos de mí y una diminuta sonrisa mordaz se escapa, casi tímida, de sus labios.

Estoy desconcertada cuando empiezo a caminar lentamente hacia él sin siquiera proponérmelo, un delicado color rojo cubre mis mejillas y estoy muy feliz de reencontrarnos, hasta que me doy cuenta de que no está solo. Su mano se encuentra entrelazada con la de una chica hermosa, que imagino fue la causante del episodio de risa de hace un par de segundos. Retrocedo lentamente, avergonzada, enojada y, sobretodo, triste. Mis pies se despegan del suelo a la velocidad de la luz y las nubes de mi estómago se evaporan como si jamás hubieran existido. Salgo de ahí con el recuerdo de esa última sonrisa tatuada en cada rincón de mi globo de helio, que ahora se encuentra flotando sobre mi hombro derecho.

Si hoy en la mañana me hubiera topado con un trébol de cuatro hojas esperando por ser descubierto, mi deseo habría sido que ocurriera algo interesante que interrumpiera la monotonía de mi tranquila existencia. Hoy ocurrió justo eso y mi deseo no pedido me explotó en la cara. ¿El lado bueno? Su visita inesperada irrumpió en mi rutina con violencia y me dejó pensando en él, recordando que su hermosa sonrisa jamás dejará de ser mi gran musa, la llamaré cada vez que las letras se asomen por mis dedos, la invocaré cada vez que la ideas desborden mi mente, la daré vida con cada lágrima que encuentre en mi camino, la pensaré cuando la vida me aburra, la recordaré cuando la alegría invada mis sueños, estará para mí en cada historia que escriba...

El contexto es la vida en síDonde viven las historias. Descúbrelo ahora