Capítulo 17

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Hacía mucho tiempo que no sentía tanto miedo.

Notaba el temor correr por sus venas, como caminar por un precipicio a punto de derrumbarse. A un lado estaba su libertad, la que tanto había abrazado durante esos últimos años, la libertad que pensaba que se había ganado. Pero no era merecedora de ella, ahora lo veía claro.

Le echó la culpa a Eva en algunas ocasiones, diciéndose a sí mismo frente al espejo que ella había sido la causante de que su mundo se volviese patas arriba. Desde que ella apareció su corazón latía a otro ritmo, al ritmo de ella, pero era una mentira que se decía una y otra vez. Ella no tenía la culpa, la tenía él. Solo él.

Desde el momento en que bajó la guardia, en la que se dejó llevar por lo que sentía y no por lo que debía hacer. Se dejó arrastrar por la luna y su canto, por la llamada de una madre que buscaba a su hijo perdido de forma desesperada. No fue el amor ni la pérdida de Eva lo que le había llevado a ese camino, si no la confianza y el dejarse llevar. Tenía una regla, una sola, y no le había hecho caso.

Confesarle su amor a Eva por un bajo instinto y una antigua leyenda sobre las almas gemelas era solo el primer paso. Después fue enfadar a Miriam o más bien haber confiado en ella su autocontrol durante demasiado tiempo. Sin su magia era vulnerable a la luz de la luna, y entonces llegó el fatídico día en el que su lobo luchó por salir. El asesinato era lo de menos, de momento. Lo peor había sido alejar a Eva de él y sentirse vacío, un vacío que él mismo se había provocado él.

Entonces el lobo quiso salir. Y él lo consintió.

Tahiel dejó de ser el chico que recogía conchas en la playa para convertirse en una bestia que aulló a la luna llena llamando a su madre, llamando a sus hermanos. Así la cadena de errores que él mismo comenzó a cometer le llevaron hasta allí, a estar tirado en el sofá con la vista fija en la puerta de su casa y el corazón encogido.

Le pidió a Vanesa que se marchase, aunque ella se negó más de una vez porque no le veía bien, pero al final logró convencerla sin que hiciese demasiadas preguntas. Necesitaba alejarla de sus problemas, no meterla en asuntos que podrían dejarla mal parada. Al menos intentó no gritarle o ponerse furioso, quería hacerla creer que estaba más triste que preocupado. Que sería un bajón en el que necesitaba espacio. Le creyó, o eso pareció al menos.

No sabía cuántas horas habían pasado, pero lentamente el día se fue apagando y él no movió ni un solo centímetro de aquel sofá. Seguía desnudo, cubierto de pequeñas heridas por haberse metido en a saber qué sitios la otra noche, de transformarse después de mucho tiempo y cazar. No quería pensar el qué.

No sabía cuán lejos estarían, lo que tardarían en llegar, pero los sentía cerca y sabía que tarde o temprano llamarían a su puerta. Era su manada, sus hermanos, su familia, y les había llamado como un tonto y ahora solo tenía que esperar a que le rastreasen y vinieran a por él. Tahiel ni siquiera pestañeaba, como si al hacerlo de repente se los encontrase dentro de su casa, buscándole. Pero al final el sueño y el cansancio pareció vencerle y solo se percató de que se había dormido cuando un ruido le sobresaltó en mitad de la noche.

Abrió los ojos de par en par y se encogió más en el sofá. La puerta permanecía cerrada, no veía a nadie, pero el olor era inconfundible. Olía a leña recién cortada, a hojas de otoño, a canela y calabaza. Era el olor de estar en casa, de las noches juntos frente al fuego, de las caricias y los besos. Su cuerpo se relajó de forma inconsciente con aquel perfume.

Había sombras bajo la puerta y supo que estaban en el porche; su manada había venido a por él. Se levantó resignado, también hipnotizado, hasta que abrió y dejó que los recuerdos le abofetearan. Eran sus hermanos, cuatro de ellos, pero solo tuvo ojos para uno.

—Mahkah —dijo Tahiel con un leve hilo de voz.

Ahí estaba él, tan alto e imponente como lo recordaba. Aquella esencia que le arrastraría al mismísimo infierno pareció calar dentro de su alma y no hizo nada cuando entró en su hogar. Mahkah era un hombre moreno, con su cabello negro y suelto hasta casi la cintura, y unos ojos de color miel enmarcados en un rostro duro, de largas pestañas y labios finos.

Imponía con tan solo su presencia, con su mirada y esa sonrisa arrebatadora.

—Tahiel —dijo él con una voz profunda antes de alzar su mano para tomarle del mentón—. Por fin te encuentro, mi cachorro.

Tan solo su tacto hizo que su cuerpo se estremeciese, pero tenía muy claro que no era de placer. Se encogió, como un lobo asustado que esperaba su castigo después de escaparse de casa. Incluso miró temeroso su otra mano en cuanto la alzó, esperando que le golpease, pero en cambio rozó su mejilla con una dolorosa dulzura.

—Seguro que has tenido miedo tan perdido. —Se acercó apenas a centímetros de él, fundiendo sus ojos en aquella mirada clara—. Pero ya estás en tu manada de nuevo, cachorrito, ya no tienes que temer nada.

Tahiel sintió su corazón pararse de golpe, tan solo para volver con más fuerza al mismo ritmo que Mahkah.

El que había sido su hermano, su compañero, su amante.

Su alfa.

Cacería bajo la lunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora