Capítulo 1

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La estación de tren estaba hasta rebosar de gente

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La estación de tren estaba hasta rebosar de gente. Madres con lágrimas en los ojos al despedirse de sus hijos, el alistamiento militar para la guerra, el maquinista repitiendo una y otra vez que ya partía el tren... Todo eso pasaba mientras que Gwen solo intentaba no chocar con alguna persona con todas las maletas que llevaba encima.

Soltó un pequeño suspiro de alivio al ver que una de sus pequeñas maletas acomodadas a sus brazos no se caía encima de un pequeño niño. Éste se giró a mirarla extrañado, haciendo que ella sonriera un tanto incómoda.

—¡Vamos, cielo! —Karen gritó ante el gran alboroto, avanzando unos pasos hacia los guardias que revisaban a los niños.

Era una mujer con carácter, cabellos rizados, perfectamente peinados sobre sus hombros, con un color marrón precioso. Había acogido a Gwen hace pocas semanas, la mujer venía de buena familia, así que Gwen tuvo muchas cosas en muy poco tiempo. Una de las casas en las que vivía con Karen fue bombardeada, y la mujer vio que no iba a poder cuidarla hasta que la guerra finalizase. Y no desperdició la oportunidad de regalarle muchas cosas a la menor para que se llevara a su nueva casa.

—¡Vamos! ¡No llegarás al tren, cariño! —repitió la mujer, apartando a algunas personas con cuidado, abriendo paso para la menor.

—¡No puedo ir más rápida! ¡Ya he tirado cuatro cajitas! —contestó, pidiendo disculpas a un señor cuando pasó por su lado—. Disculpe, perdone... —una mujer se giró a mirarla, dejándole paso.

Mientras tanto, unos cuatro hermanos miraban la estación de tren sin querer marcharse del lado de su madre. El más mayor de los hermanos, Peter Pevensie, de cabellos dorados, perfectamente alisados y peinados que caían libremente por su frente. Ojos azules como el océano mismo, los que ahora miraban a su madre con tristeza al tener que separarse de ella.

La mujer se agachó hasta estar a la altura del hermano menor, Edmund Pevensie. Este era lo contrario a su hermano, tenía el cabello negro como el carbón, algo despeinado y con pequeños rizos que caían sobre su frente. Su piel era pálida como la nieve, mientras que Peter era el único que tenía un tono más oscuro. Edmund era el único de los cuatro con los ojos color avellana. Su madre le dedicó una cálida sonrisa al ver que el pelinegro suspiraba al compartir una mirada de su hermano mayor.

—Pórtate bien, Edmund —habló ella, acariciando su brazo—. No seas malo y haz caso a tu hermano —el nombrado apretó los labios y giró su rostro, aún escuchando sus palabras—, ¿me lo prometes?

Edmund la miró para después suspirar, asintiendo con la cabeza. Su madre esbozó una pequeña sonrisa, levantándose para abrazarlo. El pelinegro intentó ocultar una mueca, pero la mujer igualmente la vio. Se separó de él y sonrió un poco, mientras que el otro giraba su rostro hacia otro lado.

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