Capítulo III

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El día pintaba para un buen clima, a pesar de aún estar cubierto de nieve, el camino era cada vez más visible, y el frío había bajado su intensidad. El día lucía más claro, con un tímido sol asomando por entre las nubes.

Sesshomaru abrió los ojos un poco sobresaltado, pues no esperaba quedarse dormido. Esperó no haber pasado de su destino. Al examinar con la vista y preguntar al carretonero, se calmó un poco; faltaban ya sólo unos cuantos kilómetros para llegar.

Rin a su lado seguía cobijada bajo el haori, hecha una pequeña crisálida azul. Le pareció grosero despertarla pero lo hizo. La sacudió un poco hasta que se reincorporó. Rin un poco aturdida tardó en ajustarse a la iluminación. Hoy de verdad parecía ser un día brillante.

—¿Ya llegamos? —preguntó ella con toda normalidad, sacudiéndose el sueño.

—Falta poco —respondió Sesshomaru calmado.

Aquella noche parecía haberle dotado un poco más de espíritu a la chica, quien ahora lucía con más color en el rostro. La carreta siguió hasta llegar a un tramo del camino donde se partía en varias rutas, tomaron la derecha.

A medida que avanzaban podía divisarse a lo lejos rastros de lo que alguna vez fueron cultivos, ahora vacíos por el invierno. Rin imaginó cómo se verían durante su mejor época. Dejando atrás los cultivos se abrieron paso los primeros asentamientos. Pequeñas casas con los techos cubiertos de paja, les recibían con estelas de humo, muy seguramente provenientes del corazón¹ de la casa.

Por un momento aquella vista le recordó a Rin las buenas épocas de su familia, cuando durante los inviernos todos se sentaban alrededor del fogón para compartir el calor, bebían té y disfrutaban de la poca comida que tenían pero que para ella, sabía como la gloría estando acompañada de aquellos que amaba.

Le dolía el corazón cada vez que pensaba en como todos aquellos días de modesta felicidad habían sido opacados por la desgracia.

Quería seguir hundiéndose en su tristeza cuando Sesshomaru la hizo volver en sí. Habían llegado.

El imponente distrito de Yoshiwara se extendía en toda su gloria en una de las zonas más importantes de Edo, rodeado por un gran foso y accesible únicamente del lado sur donde se erguía una imponente entrada, a donde se llegaba después de recorrer una calle de abundantes puestos.

La avenida principal, Nakanocho, delineada en sus bordes por árboles de cerezo —ahora sin follaje— daba paso en sus laterales a cientos de casas de té, que a su vez, mediaban como entrada a las atracciones principales.

Volver le producía a Sesshomaru un sabor amargo, a pesar de en ese momento estar el ambiente tranquilo, con apenas gente a la vista, podía ya imaginar lo que aguardaba a la noche.

Rin en cambio, no tenía ni idea. Ella seguía maravillada con la magnitud de aquel lugar. Se imaginaba cómo lucirían los cerezos en primavera, y por primera vez en un tiempo, sintió anhelo en su corazón.

Seguía admirando al lugar; las casas de té estaban abiertas, curiosas miradas se asomaban por entre los noren² de distintos colores. Apenada desviaba la mirada cuando se encontraba con los ojos curiosos de hombres y mujeres que la seguían hasta que desaparecía de su vista.

A su lado, otro curioso pero más discreto le miraba con cierta lástima. Sesshomaru no podía evitar sentir una espina de culpa pinchándole la moral cada que traía consigo jóvenes con la excusa de un trabajo. Uno que conocían muy bien aquellos que las vendían sin ningún remordimiento.

Podía juzgarseles de crueles, incluso eran los mismos padres quienes dejaban ir a sus hijas a quien sabe dónde por unas monedas, pero era aquel el llamado de la necesidad y del hambre. Sesshomaru lo conocía muy bien, pues él mismo había atravesado por situaciones similares.

Pero de eso hace mucho, prefería no revivir ese recuerdo, cosa que en ese momento fue casi imposible.

Se acercaron casi al final de la larga calle y doblaron a la izquierda, la carreta se detuvo dejándolos bajar por fin, las callejuelas se volvían cada vez más angostas haciendo difícil el paso para algo más grande que una persona.

El suelo estaba limpio de nieve, pero seguía helado como el hielo. Sesshomaru colocó frente a los pies de la joven unas modestas sandalias de paja que consiguió en el camino.

—Pontelas.

Ella hizo caso al instante. Le quedaban inmensas a sus pequeños pies, pero eran mucho mejores que las suyas, que apenas se mantenían en una pieza. Batalló un poco para caminar pero se las arregló apoyándose en las paredes, que cada vez le hacían sentir más y más sofocada.

Llegaron hasta el otro extremo, saliendo de nuevo a una calle amplia, Sesshomaru caminó hasta el edificio que quedaba justo frente a ellos.

La casa de té ocupaba apenas la mitad del largo del pasillo que utilizaron para llegar hasta allí. La madera estaba pintada de un lustroso y llamativo color rojo, decorada con tocados en dorado de diferentes paisajes y animales. De un lado una puerta tallada y del otro, una curiosa estructura que Rin jamás había visto.

Parecía una especie de ventana pero que cubría toda la extensión de un muro, con un enrejado que separaba la habitación dentro de la calle en frente. De aquel vistoso lugar salió un joven, apenas más alto que Rin y muy delgado.

—¡El amo Sesshomaru ha vuelto! —dijo el chico con cierta emoción.

Se apresuró hasta donde el peliblanco se encontraba, trayendo consigo una sombrilla para cubrirlo de la nieve que comenzaba a caer. Rin ni cuenta se había dado, miró al cielo, observando con detalle los pequeños copos que empezaban a hacer bulto en el suelo.

—La señora lo espera —le habló de nuevo a Sesshomaru.

El aludido sólo asintió y traspasó la puerta, dejando atrás al joven y a Rin.

—Ven, te vas a congelar aquí —el chico la condujo trás el umbral y en dirección opuesta a Sesshomaru.

Rin miró sobre sus hombros la figura de quién la llevó hasta aquel lugar desconocido, aún sin comprender totalmente en qué se había metido y tampoco con muchos deseos de saberlo, al menos no por ahora. Lo siguió con la mirada hasta que desapareció.

Siguió al muchacho, pasando por un amplio patio hasta un edificio al fondo de este. Entraron a lo que Rin intuyó era la cocina, no era muy grande pero había lo suficiente. En una esquina una pequeña hornilla encendida, y sobre ella un cazo donde algo hervía. El chico le ofreció un cuenco con un poco de humeante té verde.

Rin lo acercó hacia su rostro, respirando el vapor y robándole su calor. Sus manos recobraron el color sintiendo de pronto un gran alivio. Sorbió del cuenco, llenando su cuerpo nuevamente de vida.

—x—

 ¹Irori: es un tipo de que consiste en un hoyo cuadrado en el suelo con un gancho para ollas y se usa para calentar el hogar y cocinar.

²Cortinas de tela tradicionales japonesas que se cuelgan en habitaciones, paredes, puertas o ventanas a modo de separador.

[SesshRin] Like the Sun, you melt my heartDonde viven las historias. Descúbrelo ahora