1. La Librería

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Dos años después

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Dos años después



La librería olía a papel, polvo y muerte.

Bueno, en realidad, el aroma a muerte estaba en cada rincón. No existía un solo lugar que se librara de él: la inminencia de que cada segundo podía ser el último flotaba en el aire. Las calles permanecían desiertas, a excepción de las cucarachas, las ratas, las raíces de los árboles que reclamaban la tierra robada o, en el peor de los casos, algún resucitado torpe y hambriento.

Quienes sobrevivieron a la Gran Catástrofe migraron al campo o a otros parajes lejanos. Algunos incluso llegaron al mar. Eduard lo intentó, pero, como cada vez que lograba pertenecer a un grupo de supervivientes, la infección hizo mella desde adentro y lo echó todo a perder. Dadas las circunstancias, la soledad se había convertido en la mejor forma de sobrevivir, pese a que la soledad era mortal por sí misma.

Llegó a las ruinas de Barcelona en busca de comida, quizá un restaurante o algún supermercado. En cambio, lo que captó su atención fue la librería Laire. Había oído hablar de ella, mas no esperaba acabar allí por puro azar.

Aquel edificio resultaba ajeno al paso de la Gran Catástrofe: cientos de estanterías se elevaban hasta el techo, como si fueran las encargadas de impedir que se derrumbara, cada libro se hallaba en su sitio y el orden reinaba por doquier.

¡Cómo hubiera disfrutado allí en los tiempos pasados! Descubrir cada uno de aquellos libros mientras degustaba café de diversas regiones o se zampaba un menú de primera categoría. Sentarse en cualquiera de sus sillones, todos con su mesa al centro con algunas revistas a modo de sugerencia. Sin duda, era y seguía siendo un lugar mágico, aunque ahora una capa de polvo lo cubría todo y, a la luz de la linterna, se teñía de un toque tétrico.

Tras recorrerla entera llegó a la planta superior. Allí sí halló rastro de saqueos, pues era donde se ubicaba el restaurante.

Sus tripas rugieron.

Rebuscó tras la barra. Tan solo vislumbró unos sobrecillos de azúcar atrapados en el borde de una cajonera de aluminio.

«Algo es algo», pensó.

Los disolvió en la cantimplora y bebió un par de tragos. Después, se tumbó en un sillón y tomó un libro al azar. Le apetecía leer historias corrientes de personas corrientes que interactuaban entre ellas de forma también corriente, que tenían experiencias, aventuras y, sobre todo, que estaban vivas. Quizá, 1984 no fuera la lectura ideal.

En cualquier caso, antes de terminar el primer párrafo, ya había caído dormido.

	En cualquier caso, antes de terminar el primer párrafo, ya había caído dormido

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