Sesión nueve

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Después de nuestra última sesión, me paré a poner gasolina de camino a casa, y justo al lado de la caja, los estantes estaban llenos de bolsas de golosinas. Tenía prohibidas toda esa clase de chucherías arriba, en la montaña, y durante mucho tiempo eché de menos un montón de cosas, cosas tontas y cotidianas; luego, a medida que iba pasando el tiempo dejé de echarlas de menos, porque ya no me acordaba de qué era lo que me gustaba. Mientras estaba ahí de pie, mirando todas aquellas golosinas, recordé que me gustaban, y me entró un arrebato de ira.


La cajera me preguntó: «¿Quiere algo más?», y me oí decir a mí misma: «No». Pero, acto seguido, empecé a arramblar con bolsas y bolsas de golosinas, arrancándolas de los estantes: gominolas, chicles, serpientes de gelatina... cualquier cosa. Tenía gente detrás de mí en la cola, observando como

una loca hacía acopio de un arsenal de caramelos como si fuera Halloween, pero me importaba un bledo lo que pensasen.


Una vez en el coche, abrí las bolsitas con desesperación y empecé a atiborrarme de gominolas.


Estaba llorando —no sabía por qué ni me importaba—, y me comí tantas que al llegar a casa vomité y se me llenó la lengua de llagas. Pero seguí comiendo más, muchísimas más, y muy rápido, como si temiera que alguien fuera a impedírmelo en cualquier momento. Quería ser esa chica a la que tanto le

gustaban las golosinas y los caramelos, doctora. Tanto, tanto, tanto...


Me senté a la mesa de la cocina, rodeada de envoltorios y bolsas vacías, y no pude dejar de llorar. Me dio un subidón de azúcar, iba a vomitar otra vez, pero lloraba porque las golosinas no tenían el sabor que yo recordaba. Nada tiene ya el sabor que yo recuerdo.

***

El Animal nunca llegó a decirme por qué había vuelto a Clayton Falls ni qué había hecho allí aparte de espiar a mis supuestos seres queridos, pero la primera noche después de su regreso estaba de un humor radiante. No hay nada que alegre más a un psicópata como decirle a una chica que su vida ya

no le importa a nadie.


Mientras preparaba la cena, se puso a canturrear y a dar pasos de baile en la

cocina como si estuviera en un puto programa culinario.


Cuando lo fulminé con la mirada, se limitó a sonreír y me hizo una reverencia.


Si había ido y vuelto de Clayton Falls en cinco días, eso significaba que no podía estar tan lejos ni tan al norte, a menos que hubiese aparcado la furgoneta en algún sitio y se hubiese subido a un avión.


Daba lo mismo, nada de eso parecía importar ya. Tanto si estaba a cinco como a quinientos kilómetros de casa, la distancia era insalvable. Cuando pensaba en mi casa, que tanto me gustaba, en los amigos y la familia, en los equipos de búsqueda que habían abandonado la búsqueda, lo único que sentía era un manto inmenso de fatiga que me envolvía y me arrastraba hacia el fondo de algo. «Tú duerme. Deja que todo se pase durmiendo».


Podría haberme sentido así indefinidamente, pero dos semanas después del regreso del Animal, hacia mediados de febrero, cuando estaba ya de cinco meses, noté que el niño se movía. Fue una sensación muy rara, como si me hubiera tragado una mariposa, y a partir de entonces el niño dejó de ser un ente diabólico, dejó de ser algo relacionado con él. Era mío, y no tenía por qué compartirlo.

Nadie Te  Encontrara *Niall Horan* Terminada *Donde viven las historias. Descúbrelo ahora