Capítulo 1

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El diablo había acudido al funeral de su padre

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El diablo había acudido al funeral de su padre.

Aunque Altagracia Sandoval siempre había escuchado que era un insulto para el diablo llamar así a José Luis Navarrete.

Navarrete, el don nadie que había salido de los callejones más oscuros de la Ciudad de México para convertirse en un hombre conocido en el mundo entero, alguien del que se hablaba con admiración, alguien deseado y temido por todos.

El hombre del que Manuel Sandoval había dicho una vez que debería haber sido su mayor aliado, pero que se había convertido en su peor enemigo.

La guerra entre su padre y Navarrete había durado una década, pero por fin había terminado, o eso pensaba ella. La presencia de José Luis en el funeral despertaba temor en algunos, curiosidad en otros y odio en sus hermanos. Sabía que, si ellos no se ponían de acuerdo, José Luis podría quedarse con todo.

Por eso era una sorpresa para ella verlo en aquel lugar repleto de coronas de flores y personas vestidas de luto. Estaba un poco alejado, los faldones de su abrigo negro se movían con el viento y lo hacían lucir imponente y peligrosamente atractivo.

Altagracia pensó que se iría en un rato, pero se equivocó. Él continuaba cerca de la entrada apartado de todos, mirándolo todo como un general estudiando la situación
antes de un combate.

Cuando lo vio caminar en su dirección, abriéndose paso entre la gente, Altagracia
contuvo el aliento. Aparte de sus hermanos, que eran de la misma estatura, todos los presentes en aquel lugar eran pequeños en comparación con aquel hombre.

Sus hermanos eran hombres muy guapos y Altagracia había escuchado a una interminable lista de mujeres decir que eran irresistibles, pero no tenían la influencia de Navarrete, ni esa aura de poder que lo rodeaba.

Y lo sentía en aquel momento, envolviéndola en seductoras y abrumadoras olas.

A cada paso que daba Altagracia temía que sus hermanos intentaran echarlo de allí, sobretodo Lucas, el más joven. Daba igual que odiaran a Navarrete, su padre les había enseñado modales y él nunca hubiera tratado a nadie, ni siquiera a Navarrete, su peor enemigo, de manera descortés.

Cuando iba a decirle a su hermano mayor, Manu, que actuara como el nuevo patriarca de la familia y aceptara el pésame de una forma educada, se dio cuenta que José Luis Navarrete estaba mirándola a ella, su mirada haciéndola prisionera.

No podía respirar mientras se acercaba con paso seguro, apartando a todo aquel que se atravesara entre los dos, mientras los presentes observaban la escena llenos de curiosidad.

Entonces se detuvo frente a ella, haciéndola sentir pequeña y frágil cuando no era ninguna de las dos cosas.

Era un mal momento para recordar el enamoramiento juvenil que había sentido cuando lo vio por primera vez. En su recuerdo no parecía tan imponente, tan increíble. Y ni siquiera era guapo. No, llamarlo guapo sería un insulto. Era... único. Un ejemplo de virilidad. Y ella sabía que ese aspecto exterior tan formidable escondía un cerebro fabuloso.

Aunque en el pasado lo había espiado un poco para alimentar su fascinación, al tenerlo tan cerca podía ver que sus ojos eran como un pantano, tan oscuros y profundos...

Altagracia se aclaró la garganta.

—Gracias por venir, señor Navarrete —lo saludó, ofreciéndole su mano.

Él no contestó ni tomó su mano. Sencillamente, la miró hasta que Altagracia se dio cuenta de que en realidad no estaba viéndola.

—Siento mucho que Manuel ya no esté con nosotros.

Su voz, ronca, oscura, parecía vibrar en el interior de la rubia. Pero fueron sus palabras lo que más la sorprendió. No había dicho «siento mucho la muerte de su padre», la frase más repetida durante las últimas horas. No estaba allí para ofrecerle sus condolencias a la familia.

José Luis Navarrete estaba allí por él mismo. Lamentaba que su padre se hubiera ido y Altagracia entendía por qué.

—Echará de menos pelearse con él ¿verdad?

—Manuel hacía mi vida... interesante. Echaré eso de menos.

Su sinceridad y las buenas maneras la dejaron sin aliento.

—No estaba enfermo. —la afirmación la tomó por sorpresa —Y murió ayer, después de las once.

Lo habían encontrado muerto en su oficina a las 12:30, pero Altagracia no sabía cómo lo había averiguado Navarrete.

—A las nueve el director de mi gabinete jurídico estaba hablando con el de su padre sobre el contrato británico.

—Lo sé.

Altagracia lo sabía porque ella era la directora del gabinete jurídico de la constructora Sandoval. Era ella con quien habían hablado y, después, por teléfono, le había contado a su padre los términos del contrato: blindado, restringido, implacable y, en su opinión, justo y práctico.

—A las once, Manuel me llamó por teléfono —dijo Navarrete. Y a Altagracia le sorprendió cómo pronunciaba el nombre de su padre, como si fuera un amigo. —Me echó una bronca y, una hora después, estaba muerto.

Antes de que ella pudiera decir nada, José Luis Navarrete se dio la vuelta para salir de la casa.

¿Había ido al funeral para decir que había sido él quien propició la muerte de su padre? ¿Por qué?

En lugar de correr tras él para exigir una explicación, Altagracia tuvo que sufrir un infierno de frustración y especulaciones hasta que, por fin, horas después, todos se apiadaron de la familia y los dejaron solos.

Tenía que marcharse de allí, pensó. Probablemente para siempre. Tal vez entonces llegarían las lágrimas, aliviando la presión que se había ido acumulando en su interior.




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𝐴𝑚𝑎𝑛𝑡𝑒 𝑃𝑟𝑜ℎ𝑖𝑏𝑖𝑑𝑜... |+18|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora