II.

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Disfrutaba el delicioso sabor de la carne de corazón y la salsa de ají y maní. Definitivamente mi parte favorita de las fiestas julias era la comida. Si bien en mi ciudad es común encontrar comida callejera en casi todas partes, especialmente al anochecer, es en estas fechas tan especiales cuando la oferta de exquisitos manjares se extiende a cada rincón, y un tentador aroma invita a degustar tan suculentos platillos, servidos austeramente sobre pequeñas bolsas desechables que cubren los platos de plástico, esto con el fin de no tener que lavarlos para el próximo cliente.
Hay una cierta magia en comer de esta manera, sin cubiertos, sin mesa, simplemente tomando asiento en banquillos improvisadamente colocados delante del fogón ardiente de la persona que prepara las delicias.
Se trata de esos sencillos, pero maravillosos placeres que nunca dejaba pasar. La sensación de la salsa escurriendo por mis dedos, mientras frotaba lo último que quedaba de papa para no dejar ninguna sobra y el intenso picante me hacía sorber ligeramente mi nariz para evitar alguna que otra fuga.

Lamía con avidez mis dedos, aún paladeando en mi lengua el agradable picor del ají, mientras en mi mente se asomaba la inquietud de pedir un tercer plato, cuando un corpulento hombre ebrio se sentó junto a mí en la misma banca. El tipo, sumamente desagradable, en compañía de otros dos como él, empezaron a hostigar a la vendedora con órdenes por montón, sin dejar de beber, chocando ruidosamente sus botellas y riendo como bestias. Me ví obligada a retirarme inmediatamente después de pagar.

Exploré con la mirada, encontrando todo lleno por las numerosas multitudes. Miles de personas frenéticas, perdidas en la música y el alcohol. Este día en particular había pasado tan rápido, más que cualquier otro, la medianoche llegó siendo anunciada por coloridas explosiones en el cielo. El bullicio de los fuegos artificiales, las bandas y los gritos entusiasmados de la gente, era la mezcla caótica perfecta para camuflar la risa desenfrenada que me invadió de un momento a otro, sacudiendo mi cuerpo en un repentino ataque de euforia. Se sentía como un hormigueo cálido recorriéndome desde los dedos de los pies hasta la punta de cada cabello. Mi propia risa me hizo perder el aire, bajé la mirada, y la última imagen nítida que alcancé a ver, fue la de mis Converse negros, mis largos calcetines y la saliva que descendía de mi boca sobre el asfalto, entre mis zapatos.

Caí de espaldas, con todo el ruido silenciándose poco a poco hasta perderse, así como la borrosa visión de la pirotecnia y unas cuantas siluetas humanas que parecían asomarse a mí desfallecido cuerpo. No recuerdo nada después de eso.

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