V.

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Los minúsculos transportes aéreos que me rodeaban disparaban sus armas hacia mí sin hacerme el menor daño, ¿es que acaso no era obvio que no podían conmigo?, por más que me provocara ternura todo aquello, tenía sentido, después de todo, me había convertido en un peligro no sólo para mi ciudad hogar y mi natal país. Mi presencia era ahora una amenaza para toda la humanidad.

Logré capturar entre mis dedos pulgar e índice un helicóptero diminuto, cuya potente hélice fue fácilmente detenida por mi agarre. En su interior dos hombres pedían ayuda desesperadamente, sus apenas audibles gritos de terror evocaban tanto pánico, que casi podía sentir algo de lástima por ellos. Esta vez, no aplastaría a mis prisioneros, sino que me consentiría con algo todavía más exclusivo y apetecible que la sangre, probaría el sabor del miedo en su estado más puro; y conseguiría esto vaciando a aquellos condenados al interior de mi boca, sintiendo con agrado su caída y complaciéndome ante la inigualable sensación de sus débiles movimientos en la porosidad de mi lengua. Cerré los labios encerrándolos en profunda y confusa oscuridad, siendo capaz de oír débilmente desde mi interior, los gritos de terror exaltados que suplicaban por un milagro que fuera a salvarlos. Elevé mi lengua tocando mi paladar y un éxtasis desconocido estremeció cada músculo de mi cuerpo al percibir como mis diminutas presas se retorcían a causa de la falta de aire, muy posiblemente tragando en contra de su voluntad, cantidades monstruosas de ácida saliva, esa misma que los ahogaba y empapaba mientras eran presionados contra el cielo de mi boca.

Así que este, era el sabor del miedo. Era mucho más sutil que el de la sangre, pero indudablemente más delicioso, y muy enviciante, tanto, que llegué a la conclusión de que necesitaría una cantidad mucho mayor de alimento para saborear con gusto aquello que a partir de ese momento consideré mi nueva predilección.

Apiadándome de las tristes vidas del par de hombrecillos procedí a tragarlos vivos y enteros, obsequiándoles una última emoción fuerte al permitirles viajar por el estrecho y oscuro abismo que es mi garganta, sin duda su siguiente destino sería mucho más violento, un infierno que ningún ser vivo sería capaz de sobrevivir.

Esa degustación me fue suficiente para decidir que necesitaba probar cantidades masivas de masas humanas apanicadas para saciar mi hambre.

La situación había dejado hace rato de intimidarme, y ahora la curiosidad de experimentar era mucho mayor a mi timidez inicial. Me paseaba ya sin titubear, sin importarme en lo más mínimo los destrozos y masacres que se generaban a mi paso, total, tenía la mira hacia adelante, y lo que estuviera pasando más abajo no merecía mi atención.

Tomaba ya consciencia de lo que implicaba mi nuevo tamaño, y lo que para la mayoría era devastador, para mí era simplemente maravilloso. Todo ese basto paisaje urbano, desde el lugar donde yo me encontraba hasta las zonas más recónditas y lejanas. Todo ello, ahora me pertenecía, incluyendo a los minúsculos seres que se escondían tras esas frágiles paredes que podría derribar con un suspiro.

Una agradable noche de fiesta, tan esperada como todos los años, se había convertido en una pesadilla apocalíptica y surrealista. La alegre atmósfera que reinaba antes de mi llegada había muerto cediendo su lugar a un ambiente en el que se respiraba miedo, muerte y dolor. La estrellada noche de fuegos artificiales ya no existía más, ahora un cielo nublado y rojizo, propio de las madrugadas, contrastaba mi esbelta silueta, haciéndola visible en el horizonte, desde cualquier punto de la ciudad. Aunque a escondidas, yo sabía que todas las miradas estaban sobre mí.

Al llegar a la plaza principal, la sede desde donde todo el país era dirigido, me encontré con la agradable sorpresa de un numeroso grupo de valientes personas sosteniendo ardientes antorchas, dispuestos a enfrentarme. No eran tontos, sabían que morirían, pero conozco bien a mi gente; la realidad es que no sabemos rendirnos, y cuando hay un enemigo en común a vencer, no hay quien nos detenga; para mala suerte de los aguerridos delante mío, yo era un enemigo mucho mayor a los anteriormente enfrentados. Yo no soy una crisis política ni económica, esos serán apenas daños colaterales tras mío.

Reconocía y admiraba la valentía de esos guerreros anónimos, que arrojaban el fuego a mis pies, imagino con la ilusa idea de prenderme en llamas y así lograr mi muerte, pero el fuego apenas llegaba a mis suelas sin causarme siquiera calor. Tan pronto como me puse de cuclillas, el vuelo de mi falda así como la brisa generada por mi cuerpo apagó las incipientes llamas. Teniendo ya mi rostro más cerca, los más intrépidos, que no huyeron aterrorizados, se atrevieron a lanzar sus insigificantes antorchas, sin ningún éxito. Una leve y casi suspirada risa mía apagó todas las teas en su totalidad, y provocó un estruendo ensordecedor para los diminutos que se dispersaron corriendo en ese momento. Al ver tan divertida reacción comencé a soplar suavemente, provocando un huracán para los presentes, cuyos enclenques cuerpos salían disparados y se estrellaban contra el asfalto; no permitiría que ninguno de ellos huyera, por lo que a gatas los perseguí, acosándolos con ese infernal viento aroma a sangre.

Mi torpeza natural no me abandonaría sin importar que tan grande fuera mi cuerpo ahora, por lo que una de mis manos resbaló y caí con fuerza sobre la plaza, aplastando las farolas, bancas, estatuas, y lógicamente, a los sobrevivientes. Con algo de dolor, me levanté sobre mis rodillas descubriendo las manchas de sangre y restos bajo mi pecho y abdomen, algo de suciedad había quedado en la tela de mi sudadera, pero al ser esta oscura no era muy notorio.

Repentinamente sentí que la mitad de mi abundante cabellera se liberaba a mis espaldas, debido a que los constantes disparos de los aviones lograron romper una de las ligas que amarraba mi cabello en dos lacias coletas bajas. Alcé la vista con molestia en busca de los responsables de tal atrevimiento, pero me distraje de inmediato al encontrarme con la visión de mi propia persona reflejada en los cristales espejados de aquel inmenso edificio que tenía frente a mí, posiblemente la más lujosa edificación jamás construida en esta urbe.

Los cielos, aunque aún oscuros, comenzaban a presentar esa intensa tonalidad azul típica de los amaneceres altiplánicos, mientras el infaltable canto de las aves anunciaba la llegada próxima de un día nuevo. Había sido una noche de pesadilla para la Sede de Gobierno, pero el pasar de las horas y el asomo del amanecer no me harían desaparecer. Aquella noche infernal estaba lejos de ser un final.

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