35| Bestias

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El murmullo del entorno parecía tan irreal que lo aterraba. Todo tenía la sensación de un sueño recurrente, un ciclo interminable, como las olas que acarician la arena solo para volver a perderse en la inmensidad del océano.

Una ráfaga de viento azotó la calle, revolviendo sus cabellos castaños hasta hacerlos caer sobre su rostro. Instintivamente, alzó una mano y apartó las hebras rebeldes. Solo entonces se dio cuenta de cuánto habían crecido. No tenía idea de cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que había reparado en su apariencia.

¿Cuánto tiempo había pasado desde que despertó sin recordar nada de la noche anterior?

El aire frío de la ciudad le erizaba la piel mientras caminaba por la acera, sus pasos resonando apenas sobre el pavimento húmedo. Se detuvo frente a la vitrina de una tienda, observando su reflejo con detenimiento. Sus mejillas se hundieron cuando las mordió, un gesto inconsciente al notar los cambios en su rostro. Sus ojeras eran más profundas, su cabello le rozaba la nuca y su complexión parecía más delgada. Sus brazos, antes con algo de tono, ahora se veían frágiles, como si el viento pudiera quebrarlos con un solo soplo.

No se reconocía. Y el nudo en su garganta se hizo más grande.

¿Demian lo reconocería?

La duda lo atravesó con la fuerza de un vendaval, llenando su mente con imágenes borrosas de su última conversación, de la calidez en la mirada del otro, de su risa. Se aferró a esos recuerdos como un náufrago a un pedazo de madera en medio del océano. Para él, parecía que solo ayer habían estado juntos, pero la realidad era otra. El tiempo se le escapaba de las manos, días fundiéndose con noches en una confusión interminable.

Respiró hondo y retomó el paso. Aún tenía un tramo hasta el instituto, y aquel breve recorrido era el único instante del día en el que podía encontrar algo de calma, lejos de la amenaza constante de su padre.

El viento volvió a soplar, revolviendo su cabello otra vez.

—Tal vez podría cortármelo… o teñirlo —murmuró para sí mismo, intentando alejar de su mente la imagen del pelinegro.

Pero sabía que era inútil.

Sus pasos volvieron a detenerse al escuchar las risas infantiles resonando cerca del parque. Giró la cabeza y vio a un grupo de niños jugando bajo la tenue luz de la tarde, mientras sus madres conversaban animadamente en una esquina, ajenas al pequeño mundo de aventuras que sus hijos estaban creando.

—¡No temas, princesa! —exclamó un niño con entusiasmo, blandiendo una espada de cartón—. ¡He llegado para protegerte y salvarte de ese monstruo feroz!

Con movimientos exagerados, atacó al enemigo invisible con golpes certeros en el aire. Un poco más arriba, sobre la gruesa rama de un árbol, una niña lo observaba con una sonrisa expectante, balanceando los pies.

—Muchas gracias, valiente caballero —dijo la pequeña, bajando con cuidado hasta quedar frente a su héroe improvisado. Luego, sin dudarlo, se inclinó y le dejó un beso en la mejilla.

El niño se quedó inmóvil por un segundo antes de sonreír con orgullo.

—Ha sido un honor, hermosa princesa —respondió con solemnidad—. Pero para que nunca dependas de un caballero para tu rescate, te obsequiaré mi espada como símbolo de mi amor.

Extendió su espada de cartón con gesto ceremonioso, y la niña la tomó con emoción, dando pequeños saltos de alegría mientras la agitaba en el aire.

A unos metros de distancia, el castaño observó la escena con una leve sonrisa. Había algo entrañable en aquel juego infantil, en la inocencia de sus palabras y en la forma en que creaban su propio cuento de hadas.

𝐓𝐮 𝐜𝐨𝐦𝐩𝐚ñí𝐚Donde viven las historias. Descúbrelo ahora