El día era soleado, y la calidez parecía envolver las repletas calles como un abrazo. Las risas de los niños resonaban entre los edificios, y las charlas animadas de los transeúntes llenaban el aire con una alegría contagiosa. Para muchos, era el día perfecto para pasear y relajarse. Pero ese chico castaño tenía otros planes; descansar no estaba en su lista de prioridades. El trabajo era su mantra.
"Habrá tiempo para disfrutar en el futuro", se repetía, como si aquellas palabras fueran un escudo contra el agotamiento. Después de todo, aún tenía responsabilidades que cumplir: trabajar para ayudar a su abuela, reunir dinero para cubrir sus estudios online, y demostrarle al mundo -y a sí mismo- que podía arreglárselas sin depender de nadie.
Caminaba con rapidez entre las mesas del restaurante donde trabajaba, sirviendo platos con eficiencia y una sonrisa educada. A veces, los comensales le lanzaban cumplidos, lo que lo hacía sonrojar apenas un poco, aunque prefería ignorarlos. Desde que había cumplido los diecinueve, su vida había dado un giro. Había madurado, sí, pero algo más había cambiado en él, algo que comenzaba a notar aunque no quisiera admitirlo.
"¿Será mi físico?", pensó, mientras recordaba una tarde en casa, frente al espejo. Aquel día, tras regresar de un turno largo, no pudo evitar mirarse con detenimiento. Sus brazos parecían más fuertes, sus piernas más firmes, y su rostro... bueno, ya no era el mismo chico que solía sentirse inferior a los demás. El cambio era sutil, pero suficiente para sorprenderle. No podía evitar preguntarse si todavía era posible crecer después de los dieciocho. "Quizá debería buscarlo en Google", pensó con una sonrisa fugaz.
Todo en el restaurante transcurría con tranquilidad hasta que el pelinegro apareció como un vendaval. Entró corriendo, con la respiración agitada, y sin previo aviso, tomó al castaño por los hombros.
-Cuando salgas, espérame en la parada de autobús -susurró en su oído antes de marcharse tan rápido como había llegado.
El castaño se quedó paralizado por un instante, su rostro más rojo que los tomates que reposaban en la cocina.
-Veo que lo traes loco -bromeó la pelinegra que trabajaba con él, observando la escena con una sonrisa divertida.
-Y-yo no... eso no... -balbuceó el chico, sin poder hilar una frase coherente.
-Anda, es tu descanso. No lo hagas esperar -respondió la chica con un guiño, entregándole su mochila.
-Gracias... -murmuró él, aún un poco nervioso, mientras se dirigía a los vestidores para cambiarse.
Cuando salió del restaurante, el sol ya comenzaba a teñir el cielo de tonos cálidos, y el aire tenía una frescura que invitaba a soñar. Allí, frente a la parada del autobús, podía distinguir al pelinegro esperándolo, su silueta relajada, pero con las manos metidas en los bolsillos como si intentara ocultar su impaciencia.
La pelinegra, desde el interior del restaurante, los vio juntos y no pudo evitar sonreír. "Quizá este sea el inicio de algo bueno", pensó, deseando que su hermano pudiera recuperar la alegría que tanto le faltaba.
[...]
El castaño esperaba en la parada del autobús, su mirada fija en el suelo mientras sus pensamientos divagaban. Como siempre, su rostro era serio, pero por dentro no podía evitar sentirse inquieto.
¿Dónde estaba el pelinegro?
Habían pasado ya veinte minutos, y aunque trataba de mantenerse tranquilo, su pecho se apretaba ante la incertidumbre. No tenía su teléfono consigo, ni manera de saber si Demian estaba bien. Cada segundo de espera hacía crecer la preocupación en su interior, hasta que unas cálidas manos cubrieron sus ojos por sorpresa.

ESTÁS LEYENDO
𝐓𝐮 𝐜𝐨𝐦𝐩𝐚ñí𝐚
RomanceWill quería un trabajo para poder salvar a su abuela, mientras luchaba con sus pesadillas, y Demian estaba cansado de escribir cosas de amor sin aún conocerlo. ¿Y si lo único que necesitarán es la simple compañía del otro?