Lindo jardín trasero

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Si bien lucía como una casa muy grande, al cruzar la puerta nos encontramos con un pequeño vestíbulo en el que no había más que una siguiente puerta bastante maltrecha. Saucedo y dos de sus compañeros miraban a cada esquina llenos de angustia, no como el tercero, el del golpe en la nariz, cuya mirada lucía llena de resignación, tal vez de desprecio. Me detuve frente a la puerta y giré el picaporte. Al abrir, se daba paso a los jardines traseros, llenos de un prado que llegaba casi hasta las rodillas. La casa era solamente una fachada: dentro de ella no había absolutamente nada más que la puerta que llevaba al otro lado de la mansión. Parecía una casa de escenografía.

Todos me miraron esperando alguna instrucción. Era justo lo que Gustavo estaba a punto de explicarme antes de que dejáramos de hablar. El césped, alto y de tono amarillento, daba la impresión de estar enfermo y no muerto, tal como toda la vegetación en la parte frontal de la casa. Supuse que si quería poner en funcionamiento el filtro del túnel, era necesario que cruzáramos el jardín, o por lo menos que nos moviéramos atravesándolo.

—Vamos a ir hacia el fondo —ordené—. Vamos hasta donde se termine la mansión y luego regresamos. Habrá pasado un buen tiempo para que podamos volver.

—¿Solo caminar? —preguntó Saucedo.

—¿Te imaginabas algo más? —le repliqué.

Di los primeros pasos hacia adelante. Victoria me entregó una linterna que, junto con la de Gómez, nos sirvió para iluminar nuestros pasos. Pero el lugar estaba tan oscuro que la luz parecía tener un límite de unos dos o tres metros. No había cómo alumbrar el fondo, solo podíamos mirar unos metros más allá de nuestros pies.

—No entiendo qué estamos haciendo —dijo uno de los hombres maniatados.

—Uno de ustedes nos traicionó —dijo Gómez—, por lo que ninguno está en posición de pedir explicaciones. Es al contrario.

—Limítense a caminar —les dijo Frank.

Un pequeño cuerpo atravesó el camino frente a nosotros, entre la hierba. Debido a que no podíamos verlo, el sonido de la vegetación nos hizo saber que iba a una velocidad increíble. Por la altura del pasto, podría calcular que era del tamaño de un perro pequeño. Mucho más rápido que cualquier animal de ese tamaño, hizo que todos los miembros armados se pusieran alerta apuntando hacia el frente.

—¿Qué fue eso? —preguntó Victoria.

—Se movió demasiado rápido —respondió Frank, notoriamente asustado—. No puede ser un animal.

—Por lo menos —dijo Frank—, no es un animal cualquiera. No parece algo normal.

—Debe ser un objeto amarrado a una cuerda —afirmé—, que a su vez está amarrada a otra cosa.

—Parece una buena señal para devolvernos —dijo Saucedo.

El cuerpo se atravesó de regreso, nos rodeó por detrás y pareció correr en círculos a nuestro alrededor. Me asustó tanto que me generó un dolor de cabeza repentino. Frank estaba tan alarmado que disparó hacia el suelo, intentando golpear aquella cosa que se movía a velocidades inauditas, con cuyo cuerpo rozaba las hojas de la hierba enferma, que producían un sonido estremecedor.

Intentamos regresar, pero fue imposible ubicarnos. Estábamos entre la espesura de los jardines, sin saber ya dónde era atrás o dónde era adelante. En todo nuestro entorno solo estaba, insondable, la oscuridad y sus misterios. De pronto, nuestro acompañante se detuvo. Al apuntar con las linternas nos dimos cuenta, con total horror, de que tenía forma humana. Era un ser humano del tamaño de un bebé, con cuerpo de hombre adulto. Por encima del prado solo se asomaba su rostro y sus hombros. Su piel parecía la de un sapo, con un color que variaba entre el negro y el verde, llena de verrugas y carnosidades que, de solo verlas, generaban reflejos de vómito. Gómez se acercó a mi oído susurrando estas palabras que me hicieron sentir un extraño escalofrío recorriendo mi cuerpo: "El duende".

Atraviesa el túnel o muere en el intentoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora