—Te acostumbrarás. —Lauren interrumpe mis pensamientos cuando vuelve a ocupar su sitio.
—¿Me acostumbraré a qué?
—Al dinero —responde poniendo los ojos en blanco.
Oh, Cincuenta, tal vez con el tiempo. Empujo el platito con almendras saladas y anacardos hacia ella.
—Su aperitivo, señora —digo con la cara más seria que puedo lograr, intentando incluir algo de humor en la conversación después de mis sombríos pensamientos y la metedura de pata del biquini.
Sonríe pícara.
—Me gustaría que el aperitivo fueras tú. —Coge una almendra y los ojos le brillan perversos mientras disfruta de su ocurrencia. Se humedece los labios—. Bebe. Nos vamos a la cama.
¿Qué?
—Bebe —me dice y veo que se le están oscureciendo los ojos.
Oh, Dios mío. La mirada que me acaba de dedicar sería suficiente para provocar el calentamiento global por sí sola. Cojo mi copa de gin-tonic y me la bebo de un trago sin apartar mis ojos de ella. Se queda con la boca abierta y alcanzo a ver la punta de su lengua entre los dientes. Me sonríe lasciva. En un movimiento fluido se pone de pie y se inclina delante de mí, apoyando las manos en los brazos de la silla.
—Te voy a convertir en un ejemplo. Vamos. No vayas al baño a hacer pis — me susurra al oído.
Doy un respingo. ¿Qué no vaya a hacer pis? Qué grosera. Mi subconsciente, alarmada, levanta la vista del libro (Obras completas de Charles Dickens, volumen 1).
—No es lo que piensas. —Lauren sonríe juguetona y me tiende la mano—. Confía en mí.
Está increíblemente sexy, ¿Cómo podría resistirme?
—Está bien. —Le cojo la mano. La verdad es que le confiaría mi vida. ¿Qué habrá planeado? El corazón empieza a latirme con fuerza por la anticipación.
Me lleva por la cubierta y a través de las puertas al salón principal, lleno de lujo en todos sus detalles, después por el estrecho pasillo, cruzando el comedor y bajando por las escaleras hasta el camarote principal.
Han limpiado el camarote y hecho la cama. Es una habitación preciosa. Tiene dos ojos de buey, uno a babor y otro a estribor, y está decorado con elegancia y gusto con muebles de madera oscura de nogal, paredes de color crema y complementos rojos y dorados.
Lauren me suelta la mano, se saca la camiseta y la tira a una silla. Después deja a un lado las chanclas y se quita los pantalones y el bañador en un solo movimiento. Oh, madre mía... ¿Me voy a cansar alguna vez de verla desnuda? Es guapísima y toda mía. Le brilla la piel (a ella también le ha cogido el sol), y el pelo, que ahora lo lleva algo alborotado le cae por los hombros. Soy una chica con mucha, mucha suerte.
Me coge la barbilla y tira de mi labio inferior con el pulgar para que deje de mordérmelo y después me lo acaricia.
—Mejor así. —Se gira y camina hasta el impresionante armario en el que guarda su ropa. Saca del cajón inferior dos pares de esposas de metal y un antifaz como los de las aerolíneas.
¡Esposas! Nunca ha usado esposas. Le echo una mirada rápida y nerviosa a la cama. ¿Dónde demonios va a enganchar las esposas? Se vuelve y me mira fijamente con los ojos oscuros y brillantes.
—Estas pueden hacerte daño. Se clavan en la piel si tiras con demasiada fuerza —dice levantando un par para que lo vea—. Pero tengo ganas de usarlas contigo ahora.
Vaya. Se me seca la boca.
—Toma —dice acercándose y pasándome uno de los pares—. ¿Quieres probártelas primero?