Prólogo

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—¡Mira, esa tiene forma de cucaracha!

—¿Pero cómo es que logras ver una cucharacha en una nube?

—Es cu-ca-ra-cha, Ginna, y sí, yo sí veo una.

—Estás mal de la cabeza.

En ese entonces Gael tendría unos ocho años y yo unos cinco, ambos unos críos tirados en medio del pastizal, rascando nuestras piernas y brazos por los necios mosquitos y las crueles hormigas.

Aún teniendo tan poca diferencia en edades, él era increíblemente más grande y desarrollado que yo.

—Ya me aburrí, ¿y si jugamos a las traes? —propuso con entusiasmo.

—No, tus piernas son más largas y terminas ganando siempre.

—¿Y entonces qué hacemos?

Nos pusimos a pensar, ambos muy concentrados y con el ceño muy pero muy arrugado.

—¡Ya sé! —grité y Gael brincó del susto.

Él me hizo mala cara cuando empecé a reír como una loca, entonces como venganza por burlarme, tronó sus dedos y me hizo cosquillas.

—¡Ay Dios mío! ¡Para! —mis carcajadas eran estruendosas, a ese punto Gael reía conmigo. Siempre le hizo gracia oírme reír, decía que mi risa daba más risa que cualquier chiste. Es mucha risa, ¿no?—. ¡Para! ¡ME HARÉ PIIIIIS!

Entonces paró porque ya una vez había sucedido, sólo que en esa ocasión mi pis terminó en su ropa también.

Ni idea de cómo.

Gael casi vomitó esa vez.

Ja, por necio.

Me tomó un tiempo recuperarme.

—¿Y bien?

—Ah —recordé—, mamá dijo que podíamos ayudarle a hacer el postre —moví mis cejas de arriba a abajo.

—¿Volteado de piña?

—Mejor, ¡pastel de naranja! —Gael amaba el pastel de naranja.

Nos pusimos en marcha hacia la cocina de nuestra casa haciendo una pequeña carrera, apostamos que quien llegara de último no tendría derecho a lamer la cuchara de la mezcla. 

Mamá nos recibió de buena gana, complaciendo a ambos porque para ambas madres, ya fuera la mía o la de Gael, ambos éramos sus hijos.

—¡Pero qué niños tan ruidosos! ¿Por qué tanto alboroto?

—Gael es un tramposo —lo acusé con un falso puchero en los labios. Él había ganado... cómo siempre.

—No es mi culpa que seas tan lenta, eres una tortuga.

Al verle la sonrisa en el rostro me fue imposible no sonreirle devuelta.

—No te preocupes, tú lames una mitad de la cuchara y yo la otra mitad, es un empate —resolvió.

La noche de ese mismo día nos permitieron acampar en el patio de la casa de mi amigo, así que, con una maletita en mano, una manta para el frío y una tacita de chocolate caliente preparada por mamá dos, nos quedamos fuera hablando de cosas de niños.

—Gael —lo llamé luego de un rato contemplando la nada, sintiendo ese frío que tanto me gustaba en mis extremidades frágiles y delgadas.

Él me miró.

—¿Sí?

—¿Crees que algún día tú y yo nos separemos?

Se puso pensativo.

Una Luna Para El LoboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora