CAPÍTULO I

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In albis.

Alba se levantó viendo los primeros rayos del sol, se frotó los ojos, y paró el despertador. Le esperaba un gran día. Se miró al espejo, su pelo moreno y largo estaba enredado, y su cara y sus oscuros ojos hinchados por el sueño. Se dispuso a darse una ducha para activarse y desentumecer sus músculos. Se peinó, se vistió, y  se tomó un zumo de naranja apresuradamente, y de camino cogió un paquete de galletas (seguro que sus compañeros se lo agradecerían más tarde).

 Hace unos años no se hubiera imaginado estar haciendo lo que ahora hacía, antes sólo era un sueño borroso. Estaba apunto de terminar el doctorado en Arqueología, y el proyecto en el que estaba inmersa, con algunos compañeros de carrera, ya colaboradores, le apasionaba. El camino hasta allí no había sido fácil. 

 Desde que tuvo conciencia, Alba sabía que poseía una mente singular. Desde que cumplió los dos años, hablaba perfectamente, según le recordaba su madre, y además le encantaba leer, su evasión favorita, a lo que sumaba una excelente capacidad de memorización. En el colegio, esto le supuso una ventaja, estando siempre entre los mejores alumnos de la clase. Su infancia fue bastante feliz, hasta llegar a la adolescencia, donde empezó a comprender que quería algo más que no le aportaba la educación que había recibido.

Cansada de ser una buena estudiante con las alas cortadas, renegó de aquello un buen tiempo, hasta que se percató de que trabajar para otro era muchísimo peor. Así que retomó sus estudios para encaminarse hacia la universidad. El bachillerato lo aprobó  sin grandes dificultades, excepto por algunas clases que hundían el interés de cualquiera que no entonase la doctrina favorita del profesor. Por ejemplo, las clases de filosofía estaban encorsetadas, limitándose a preguntar y responder conceptos estandarizados y a no aceptar ningún punto de vista diferente al que tal o cual eminente autor sentenció, nada de razonar o proponer nuevas interpretaciones, para qué...  

 Estas circunstancias le llevaron a emprender su periplo académico en la universidad, en la que cursó estudios filológicos (porque ser filólogo era más aceptable según sus padres que "intentar ser Indiana Jones"...)Pero su verdadera vocación era la arqueología. La lingüística, a pesar de que obtenía buenas calificaciones, terminaba saturándola con sus interminables fórmulas y reglas. Prefería los temas culturales y literarios, recopilar la información y fantasear con ella, imaginar la vida que llevarían sus propios testigos a través de las versiones originales, sentir la conexión con aquellas personas que hacía tiempo habían dejado de existir.

 Así que, una vez terminada la carrera, escogió un doctorado que no pertenecía a su rama, pero al ser de humanidades, la poca demanda hizo que fuese aceptada. Finalmente, el destino la situaba donde siempre había querido estar: estudiando y practicando arqueología. 

***

 El tenue resplandor de la mañana brillaba en sus caras. Eran apenas las ocho y el termómetro marcaba unos veintiún grados. Avanzaban por el campo, pisando la maleza amarillenta y seca por el estío, a través del amplio valle dorado del Guadalquivir. Al oeste, Tejada la vieja, al este la cañada de Conti, y al sur Itálica, el punto que unía y daba sentido a todo el proyecto. Contaban el sexto día de su pequeña "expedición", si se podía llamar de aquella manera. Alba habló la primera, incómoda por el silencio de sus compañeros.

– Creo que vamos por buen camino, según indicaba el plano y el hipotético recorrido, el acueducto debería estar a unos quinientos metros de aquí en dirección noroeste. ¿Qué os parece chicos?

 Darío cogió unos papeles que llevaba enrollados cuidadosamente, y tras comprobar unos cuantos datos, le dio la razón a Alba. Ambos miraron a su compañera Sofía, que se limitó a subir las gafas caídas sobre su menuda nariz y asentir varias veces.  Siguieron caminando unos minutos, hasta que llegaron a la zona donde creían que yacía el acueducto. Era un terreno con irregularidades, y se podían vislumbrar varias grutas que se abrían paso en la falda del monte cercano.

– Recordad que debemos tener cuidado, puede haber spiramina ocultos por el campo, así que andad despacio y asegurando las pisadas –dijo Sofía, seriamente.

A partir de ahí, los tres comenzaron a caminar muy despacio cada uno hacia un punto, intentando barrer la zona lo más ampliamente posible, para luego, en caso de no tener éxito, continuar desde el principio en una nueva dirección. La primera búsqueda, en efecto, fue infructuosa, pero no así la segunda. Encontraron una pequeña gruta que no parecía natural, sino esculpida, claramente fabricada por manos humanas.

– Esto parece una entrada de mantenimiento, o a lo sumo, una parte del acueducto subterráneo – afirmó Darío.

– Eso parece –respondió Alba–. Bueno, es mejor asegurarse, ayudadme a apartar estas plantas.

Acto seguido, cogió con ambas manos las ramas que rodeaban la entrada de la bóveda, y empezó a romperlas y separarlas para intentar ver lo que había detrás. Sus compañeros la ayudaron, y poco a poco consiguieron apartar todo el follaje y vieron que se trataba, en efecto, de una bóveda, que se perdía más allá de donde alcanzaban las luces de las pequeñas linternas que llevaban.

– ¡Vaya! Está claro que es una parte del acueducto, debemos hacer un informe y anotar todos los detalles de este descubrimiento – Sofía comenzó a emocionarse –, empezando por la ubicación.

Entre los tres comenzaron a tomar notas, desde la altura hasta la inclinación del terreno, las coordenadas, medidas del arco, materiales, etc.

– Queda saber la profundidad – comentó Darío –. Pero... Para ello los supervisores deben dar el permiso para la excavación.

Alba miró hacia el interior apenada. Ya había ocurrido antes. Sabía que podían pasar meses, incluso años, antes de que se ordenase la excavación, y entretanto, aquel descubrimiento podría ser expoliado o destruido, según los intereses del que lo encontrara o reclamara.

– Podríamos, emm, intentar adentrarnos un poco más y así conocer más datos...

– Sabes que es peligroso Alba, podría haber un derrumbe o un accidente inesperado, no tenemos ni el material ni la experiencia necesarios para afrontar esta incursión – le respondió Sofía, tocándole el hombro con suavidad, intentando apaciguar los ánimos de su colega – .

Alba miró con resignación al arco de la entrada, ladeó la cabeza y le dio la razón. Tras terminar de recopilar todos los datos, recogieron sus enseres y volvieron hacia el coche, aparcado a un par de kilómetros cerca de la cañada real. Ya estaba anocheciendo, y el sol anaranjado se escondía tras el Aljarafe, tiñendo de tonos rojizos la campiña.

Se subieron en el vehículo y deshicieron el camino a casa, callados, mirando al horizonte que poco a poco se oscurecía, no sin cierta desilusión, a pesar del gran descubrimiento que acababan de realizar.

Nec quasieris...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora