𝒔𝒊𝒆𝒕𝒆.

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El día siguiente llegó. Sus padres habían vuelto al Instituto pasada la media noche, según les contaron, pero Robert tuvo que volver a Idris de inmediato. Prometió volver pronto pero, con el paso de los años, los hermanos Lightwood habían aprendido a no confiar en esas palabras, porque sabían que siempre habría algo que interpondrían por delante de ellos. Por el momento, Maryse Lightwood se hizo cargo del Instituto de Nueva York, aunque comunicó que en los próximos días recibirían la visita de alguien de la Clave.

Por el momento, por eso, se encontraban delante de las pantallas, buscando la ubicación de algunos demonios, cuando la matriarca Lightwood apareció para dar tareas a sus subordinados.

―Los Seelies dejaron de comunicarse con la Clave, algo sucedió ―dijo Maryse, haciendo que todos se giraran hacia ella―. Jace, Isabelle, iréis a hablar con ellos.

―Si se trata de diplomacia, debería ir yo, madre ―dijo Alec, pues era cierto que él era siempre el que ejercía aquel papel.

―Tenéis la mala costumbre de hacer las cosas cómo queréis, pero se acabó hacerlo así ―sentenció la mujer, con un tono de lo más frío―. Vosotros dos, al despacho ―les dijo a los mencionados anteriormente que, al ver el rostro serio de Maryse, no tardaron en dirigirse hacía ahí―. Y vosotros dos, quedaréis al cargo de las Fairchild.

―Mi trabajo aquí es ejercer como médico, madre, no como cuidadora ―se quejó la morocha, rodando los ojos―. De hecho, iré a ver si me necesitan en la enfermería.

―Alexandra, te he dado una orden ―insistió, pero la joven negó con la cabeza.

―No, madre, no. Teníamos un trato, ayer ya me dejaste al mando cuando ni siquiera me gustan esas responsabilidades ni quería hacerlo; para eso tienes a tu hijo, que le encanta y es realmente bueno en el cargo ―soltó, sin pensárselo dos veces―. Lo único que pedí cuando me obligaste a venir, porque sé que a papá tampoco le hacía ilusión que esto fuese así, fue que pudiera hacer mi trabajo. Me quitaste lo que realmente me gustaba, representar a Idris en las visitas a otros Institutos o en asambleas, me alejaste de las visitas que le hacía a Max en Bombay porque sigues pensando que fue culpa mía lo que hizo en clase cuando, he de decir, que el enano es un gamberro pero sabe cuándo debe prestar atención en clase ―no sabía cómo lo hacía, pero cada vez que hablaba con su madre era para discutir o desahogarse―. Así que si me perdonas, me iré a hacer mi trabajo. No seré ni la instructora ni la cuidadora ni nada parecido de estas chicas, porque lo único que necesitan es aprender de este mundo y entrenar para ser las mejores. Y en eso, sabes perfectamente que no puedo hacer nada, por culpa de una jodida enfermedad cardíaca que llevo arrastrando desde que nací.

Y sin decir nada más, apretando los puños para no gritarle ni decir nada más, nada de lo que pudiera arrepentirse, se fue de ese lugar, dirigiéndose hacia la enfermería.

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