11 AURELIO

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La noche ha caído y las luces de mi coche apenas iluminan una porción de calle. Lo detengo un momento y miro a mi alrededor.

Hace mucho tiempo que no ando a estas horas por barrios como este, pero la situación lo requiere. Mi amigo, el Argelino, ha sido fiel a su palabra y ha encontrado a la mujer con la que Raül parecía tener una relación. Pobrecilla, incluso sin conocerla, me da pena. Mi cuñado era un gusano hediondo y rastrero y había que tener mucho estómago para tocarle un solo pelo del cuerpo.

Distingo el coche del Argelino aparcado a unos metros del local, que está ubicado en una de las peores zonas de la ciudad; un suburbio lleno de yonquis, putas y gentes de mala vida que se gastan el poco dinero que consiguen en algo que apenas las hace felices unas pocas horas, para, luego, continuar siendo tan desgraciadas como hasta entonces.

Estaciono detrás de mi amigo y, antes de que pueda bajar del coche, lo veo descender la cuesta y acercarse con ese andar de zancadas largas pero calmadas que lo caracteriza. Los años lo han tratado bien. Por supuesto, ya no es ese chiquillo con el que compartía correrías, ahora es un hombre que sabe lo que quiere y que hace lo que sea necesario para que todo salga según sus gustos y deseos. Algo que a mí me conviene en esta situación. Pero, sobre todo, es un tipo leal.

El Argelino abre la puerta del copiloto, deja caer el peso de su cuerpo en el asiento y echa mano de algo que está en el interior de su chaqueta.

—No fumes aquí dentro —le digo cuando me doy cuenta de que es un paquete de cigarrillos.

Me dedica una sonrisa torcida y algo burlona.

—Antes no te importaba.

—Antes no tenía tantos años ni debía cuidar mi salud. Tengo un médico un poco quisquilloso. Y una mujer un poco quisquillosa también —bromeo—. Es capaz de distinguir el olor a tabaco a kilómetros.

La sonrisa se convierte en una carcajada que yo no comparto.

—Por esta vez, sea. —Y, sin más, regresa los cigarrillos al interior del bolsillo.

—Cuéntame.

Los ojos oscuros de mi amigo, que se asemejan a los de un ave de presa, se fijan en el local que está al otro lado de la calle y lo señala con un gesto de la barbilla.

—Está ahí dentro. Se llama Lisette y es una puta con aires de grandeza que acaba chupándotela por poco más que un pico.

Dirijo la vista hacia la puerta del antro. Delante de él hay un par de gorilas que tratan de ignorar a tres tipejos que ya están bebidos y que tontean con dos chicas ligeritas de ropa, que les ríen las gracias.

—Lisette —murmuro escupiendo cada sílaba con todo el rencor que tengo acumulado en mi interior—. Un nombre con demasiadas ínfulas, ¿no crees?

—No le hace justicia alguna, créeme.

Mi amigo echa mano de nuevo de uno de los bolsillos de su chaqueta y saca un papel doblado en cuatro partes. Me lo tiende con desgana y yo lo tomo.

—¿Qué es?

—Algo que, seguro, vas a necesitar —me dice a la vez que hace un gesto con la cabeza para empujarme a leer.

Lo hago a duras penas, gracias a la luz que entra por la ventanilla. Es un pequeño informe de la mujer; su vida, su familia y sus hábitos. Paso mi vista por las líneas y arrugo la nariz.

—No vale ni para un polvo.

—Pero parece tener los cojones bien puestos. Chiquita, pero matona —añade con seriedad.

—¿Crees que sabe algo? —La pregunta sale de mis labios casi sin pensarla.

La cabeza del Argelino se gira hacia mí como si la hubieran accionado con un resorte.

La Musa de FibonacciDonde viven las historias. Descúbrelo ahora