19 SHANNON

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Apenas se ha cerrado la puerta de la habitación tras nosotros, Dan se gira hacia mí. Puedo apreciar el brillo en sus pupilas incluso en la penumbra. También noto su respiración agitada, como si, en lugar de haber subido en el ascensor, lo hubiésemos hecho por las escaleras y a la carrera. Si no tuviera la certeza de que no se droga, pensaría que está colocado.

La vista de Dan resbala por todo mi cuerpo de manera casi errática hasta que sus ojos recalan en los míos, que le sostienen la mirada; una mirada que esconde algo que, desde que lo he visto pintar en la exposición, aún no he logrado descifrar.

—No has querido quedarte a la subasta —digo en voz alta.

Dan niega con la cabeza antes de contestarme.

—No. He dejado encargado a Francisco, nuestro amigo librero. No quería que nadie más viera las obras.

Sus palabras me sorprenden, pero antes de que pueda contestarle, me toma de la mano y tira de mí hacia el interior. Trastabillo un poco hasta que logro adecuar mi paso al suyo.

—No vamos a borrar tu espiral; por suerte, ya se ha secado —asegura comprobándolo por sí mismo al pasar sus dedos por mi piel pintada—. Tú eres mi obra de arte; mi musa. Tardé en entender la relación, en descubrir por qué estabas en mi vida, y ahora sé que has sido un regalo del Cielo, que representas en mi vida la perfección. Sin embargo, yo... —Parece dudar—. No podré darte más de lo que ya te he dado. —Su tono de voz ha cambiado por completo; parece derrotado y abatido, incluso veo un tinte de tristeza en el fondo de esos ojos que conozco tan bien.

—No digas tonterías. No...

—Nunca he llevado tanto la razón como ahora —me interrumpe.

Deambula unos momentos por la habitación. Sus manos despeinan su corto cabello en un gesto algo desesperado.

Doy un paso hacia él, pero me detengo.

—Dan, ¿qué ocurre?

Él mira a su alrededor mientras busca algo.

—Tengo que tomarte la última foto —dice, más para sí mismo que para mí—. La última foto.

Sus palabras resuenan como un latigazo y hacen eco en las paredes de la habitación. De un par de zancadas llega hasta donde ha dejado su maletín con el equipo fotográfico. Lo abre con maneras apresuradas y saca la cámara.

—En el armario tienes lo que debes ponerte.

Lo abro y ahí está. Colgada en una percha encuentro una combinación corta con la sujeción para las ligas y, a su lado, unas medias. Junto a todo ello, una delicada mantilla de blonda. Miro a Dan antes de acercarme. Con un gesto me invita a que tome las prendas y eso hago. Sujetándolas más fuerte de lo necesario, voy hacia el baño y me visto para Dan.

La combinación, que apenas cubre el inicio de mis muslos, es blanca, al igual que las medias, y el tejido de suave satén se ciñe a mi cuerpo como un guante y resalta cada una de mis curvas. En cambio, el velo es de un subido escarlata que contrasta con la inmaculada prenda que me cubre. Compruebo que no se ve nada de la espiral pintada por Dan en mi cuerpo, como si lo hubiera calculado milimétricamente. Tomo la mantilla y salgo.

—¿Qué quieres que haga con ella? —pregunto mientras se la tiendo.

Dan la toma de mis manos y señala con la cabeza en dirección a la cama.

—Ven aquí. —Lo sigo y me subo a ella—. Ahora, mantente de rodillas y vuélvete hacia mí.

Hago lo que me pide. Enderezo los hombros y la espalda y levanto la barbilla mientras mis piernas, ligeramente abiertas, me ayudan a mantener el equilibrio. Dan sacude la mantilla y, con un fluido movimiento, la coloca sobre mi coronilla para cubrirme el rostro con ella.

La Musa de FibonacciDonde viven las historias. Descúbrelo ahora