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Mis días en la casa de los abuelos transcurrían con alegría acompañados de un aire natural que llenaba y enfriaba mis pulmones a la vez, y un ambiente familiar agradable.
Recuerdo que la idea de separarme de mis padres era impensable y siempre que podían sacaban a relucir la vez que salí corriendo y tuvieron que perseguirme. Al menos me daba gusto que lo tomaran con humor.

Ese día sería especial, mis abuelos tenían pensado comprar un pastel para celebrar juntos su cumpleaños y la tienda de pasteles se encontraba justo en el centro del pueblo. El camino era largo y por ende era mejor ir en auto.
En un principio la idea era ir todos juntos, sin embargo, yo estaba comenzando a toser y mi madre no quería arriesgarme y que terminara pescando un resfriado. La casa estaba caliente y la chimenea nos ayudaba mucho a entrar en calor, por ello mi madre prefería que me quedase en lugar de salir y yo no podía estar mas de acuerdo, pues quería quedarme sentado en el sillón envuelto en una cobija y bebiendo chocolate caliente.
Entonces para evitar que me enfermara verdaderamente mi padre se quedaría conmigo cuidándome en casa. Claro que mi mamá le sugirió que sería mejor que acompañara a Eva y Robert, ya que no sabía si necesitarían ayuda con cualquier cosa. Después de estar indecisos en que hacer optaron por la ultima opción.

Mi madre se despidió de ellos, esperaba que no se tardaran tanto para poder comer juntos. Yo miraba por la ventana como sacaban la camioneta del garaje y mi padre se subía en la parte de atrás dejando a mi abuela como copiloto. Mientras Amellie estaba parada en la entrada de la casa esperando a que se marcharan. Por mi parte estaba feliz de que en efecto me quedaría y podría realizar mis planes con éxito. Quedarme envuelto en una cobija era la idea mejor planeada de mi vida, solo faltaba el chocolate para completar la perfección además de que realmente me daba pereza salir cuando podía aprovechar y jugar un rato con mi peluche.
Una vez que se marcharon mi madre entro a la casa, cerro la puerta tras de si y comenzó a mimarme como solo una madre lo puede hacer. Sin dudar ni un momento pedí mi taza de chocolate, esperaba que a mamá no se le olvidara poner los malvaviscos. Mientras tanto yo jugaba alegremente con mi peluche, supuestamente, este disparaba a los jarrones y diferentes adornos que decoraban la casa de los abuelos. Ya lo digo, mi mente era muy activa y siempre estaba imaginando cosas.

          —¿Que haces cariño?— Me preguntó mi madre al oirme hacer ruidos extraños con la boca. Según yo eran sonidos especiales de un arma futuristica.

          —¡Yo y mi amigo andamos deteniendo a los malos! ¡Piu piu!— Decía desde el sillón alegre.

          Oí a mi mamá reír.— No entiendo como es que tienes tanta imaginación. Dile a tu amigo que no destruya los jarrones de la abuela.

          Me quede boquiabierto cuando mamá supo que andaba disparando a los jarrones, pensaba que tenía alguna clase de poder para leer la mente.— No mamá ¡Ni pensarlo!

Y así pasando un rato por fin el chocolate estaba listo. Recuerdo con claridad ver a mamá trayendo una taza de un color verde opaco. Me emocione mucho aunque no tarde en quejarme. Se le habían olvidado los malvaviscos y le reclame justo cuando se estaba sentando en un sillón mas pequeño del que yo me encontraba. Suspiro cansada, estaba claro que no quería levantarse, sin embargo, aún así lo hizo. Se levanto y volvió a la cocina para buscar aquel dulce que tanto me encantaba y entonces, escuchamos un ruido proveniente de afuera.

Escuche a mi madre quejarse sobre los mapaches, tomo una escoba y salió por la parte trasera. Aquella puerta daba en dirección al bosque, por lo que la seguí y me asomaba por la ventana para poder verla mejor. Resulta que los mapaches generalmente bolcaban los botes de basura en busca de comida y que a parte de todo se hospedaban allí si no los sacabas lo antes posible. Eso molestaba mucho a mi abuelo y por lo visto era el turno de mi mamá de defender los contenedores de esas bestias salvajes. Ver a mi mamá con la escoba; Imaginaba que era un gladeador con una lanza a punto de enfrentar a unos feroses leones.

Solo que...mi imaginación se fue por la cañería de un retrete al ver esa cosa de nuevo.
Lo que buscaba comida no era ningún mapache. El monstruo que me había acechado cuando era más joven estaba ahí, otra vez y no me acechaba a mi, sino a mi madre.
Ella comenzó a golpear con furia los botes de basura tratando de asustar a algún posible animal y fue ahí cuando mis recuerdos bloqueados del pasado volvían a mi como un cubetazo de agua fría. Aquel ser hizo gritos ahogados antes de aparecer entre las hojas secas. Aquella criatura no parecía tener ojos y lo cubrían diferentes ramas y hojas de distintos tonos anaranjados. Ese monstruo era como el azúcar derretido pues no dudo ni un segundo en derribar a mi madre sujetando su pierna derecha. 
Los gritos de dolor de Amellie rezonaron con fuerza en todo el bosque. Los cuervos revolotearon mientras graznaban, haciendo que todo sonase como una sinfonía de muerte.
Me paralice al ver aquella escena. Apreciaba como el pantalón azul de mi madre se derretía y se mezclaba con su carne quemada, cruda y al rojo vivo.

          —Ciervo...ciervo...—susurraba entre un tartamudeo mientras venía a mi el horrible recuerdo del alce degollado. Mi taza se cayó de entre mis manos temblorozas. El sonido de la ceramica al romperse me volvió al terrible presente y fuí corriendo a abrir la puerta en un intento por salvar a mi progenitora cargado de un terrible escalofrio.

Otro grito más fuerte que el anterior escapaba de su boca. Aquella mujer se retorcia de dolor y trataba de arrastrarse en un intento desesperado hacía la puerta. Su única intención era entrar a la casa. Su única intención era volver a un lugar seguro. Su instinto de supervivencia era tan grande que no notaba que mientras más se arrastraba, más su pierna se iba desprendiendo de su cuerpo pues la criatura en ningún momento se había atrevido a soltarla y le ví sonreír. Juro que esa maldita cosa sonreía al ver el dolor que estaba causandole a un ser vivo. A mi madre.

Mis manos temblorosas y sudadas sujetaban con muy poca firmeza la manija de la puerta, pero como pude la abrí y salí sin saber exactamente que hacer. Mi madre aullaba y gemía del dolor mientras seguía arrastrandose en un vano intento por volver a la casa.
Las piernas me temblaban mientras sentía el fuerte latir de mi corazón que no dejaba de rezonar en todo mi cuerpo.
Y entonces, cometí aquel error nuevamente, como en aquel año en que lo ví por primera vez.


El paso de las hojasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora