El café estaba ubicado en la zona empresarial. Altos y elegantes edificios rodeaban las calles saturadas de publicidad de costosas marcas y finos automóviles. El sitio estaba forrado en madera y ardía allí una amplia chimenea a gas que ofrecía un tenue calor a las pequeñas mesas, donde hombres y mujeres disfrutaban de una taza caliente de cafeína, chocolate o té. La música era en vivo. De lunes a jueves, desde las cuatro a las siete de la tarde, había una mujer de cabello rojizo tocando una guitarra. Se oía bien, pero nadie le prestaba atención. Ella era un adorno como la chimenea, los cuernos de ciervo tras el mostrador o esa alfombra de piel de oso a la que un activista medioambiental lanzo pintura roja tiempo atrás. Ella conocía su condición de ornamentación, pero no le importaba. Estaba ahí por un poco de dinero extra para irse de viaje en verano nada más.Pero tres horas diarias sentada en un taburete en una pequeña tarima le permitan a la guitarrista observar a los clientes. Ellas lo conocía a todos en cierta forma y en ocasiones, como secreta diversión, tocaba a cada quien una canción. Como al hombre viejo de cuadrada barba blanca que se sentaba solo y lejos de la ventana, para ponerse una redondas gafas y comenzar a leer un libro de bolsillo con cara de estar leyendo tonterías. O la mujer que revolvía veinte veces su taza de café antes de beber un pequeño sorbo y dejar la marca carmesí de su lápiz labial en el recipiente. Para todos ellos la guitarrista tenía una melodía y hasta una historia ficticia. Así pasaba el rato cuando no se perdía en los bastos parajes de su mundo interior.
En la tarima había un cuenco para que le dieran algunas monedas a modo de propina. Nunca estaba vacío, pero tampoco nunca reunía lo suficiente para pagar un café y un pastel. Le daba igual. Al final del día tomaba las monedas y las ponía en su bolsillo, pero ese día alguien puso un billete de cinco en el cuenco. La muchacha no notó quién, cuándo o cómo dejó allí ese dinero. Súbitamente miró sus propinas y ahí estaba el billete. Rápido buscó con la mirada a la persona responsable y ubicó a un sujeto que no era un cliente habitual. Era la tercera vez que lo veía en ese mes y lo recordaba demasiado bien, pues su aspecto era demasiado difícil de ignorar. Un abundante cabello blanco, unos ojos grandes y violetas, una estatura por debajo del promedio y un atuendo azul impecable hacían de ese sujeto alguien contrastante con el oscuro ambiente de ese café. Cuando sus ojos se posaron en él, el hombre, le regaló una sonrisa. Una curva en su escasa boca que no movió ningún otro músculo de su porcelánica faz y al que ella respondió del mismo modo. La muchacha regresó su atención a las cuerdas de la guitarra, pero él siguió con los ojos en ella un largo rato.
El sujeto de los ojos violeta comenzó a frecuentar ese local. Siempre pedía un café expreso y una rebanada de pastel de la que dejaba la mitad. Solía ocupar un puesto cerca de la tarima, pero nunca frente a esta, y desde allí ponía toda su atención en la mujer cuyos ojos solian encontrarse con los suyos poblados de una sutil sorpresa y un poco de incomodidad. Como un pequeño conejo que corre por el bosque y súbitamente ve, a lo lejos, un lobo. La guitarrista no estaba habituada a tener la atención de los clientes del local y la de ese era un tanto intensa. Antes de irse o al llegar dejaba de cinco a diez de propina e iba allí unas tres veces a la semana.
Casi un mes y medio después de esa primera ocasión en que dejó una propina, el sujeto envío a la muchacha una nota con un mesero. En ocasiones los clientes le pedían tocará una canción. No pasaba muy a menudo, pero de vez en cuando una pareja, unos amigos o algunos parientes llegaban ahí por una ocasión especial y necesitaban un tema en particular. Por unos pocos billetes y condición de su contrato, la muchacha debía tocar lo que se le solicitaban. En esa oportunidad la petición de aquel individuo la dejó con una mirada de extrañeza, mas asintió con la cabeza y interpretó la canción "La chica de Ipanema". La agradable melodía llenó el lugar, con pocos clientes esa tarde. La mujer miró al tipo de traje azúl sentado en aquella mesa vacía. Tenía los ojos cerrados, sonreía complacido y parecía estar murmurando la letra del tema. Ella hacía igual. El su pensamiento solía cantar las canciones que sonaban en su guitarra y esa no fue la excepción.
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Notas Negras.
FanfictionÉl le pidió le enseñará a tocar la guitarra y ella aceptó sin imaginar que él tocaría para su deleite las notas más negras que ella hubiera podido escuchar.