First and only part

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Las finas hebras rubias del pálido chico de ojos café se movían junto al compás de una brisa fría, digna del invierno que había invadido la ciudad hace un par de semanas. El joven repartidor de boletines estaba sentado sobre el manto blanco de hielo que cubría el pavimento, con una gran herida en su abdomen de la que brotaban suaves murmullos carmín, deslizándose por su cuerpo hasta dar con la nieve bajo él. Volvió a tocarse por milésima vez el lugar, teniendo cuidado de que su tacto no provocara un ardor más intenso del que ya sentía por la abertura de sus entrañas, de todas maneras, en su cara se dibujó una mueca de dolor.

Qué triste, estaba muriendo producto del desangramiento y la profundidad de la herida, más encima en completa soledad, la que en compañía del viento que murmuraba entre los árboles le provocaba una sensación de vacío, temor y desesperación. El escenario le daba un adelanto de que su fin estaba cerca, tan cerca como los copos de nieve que se acumulaban en sus dorados y suaves cabellos.

Pero, no podía morir... no ahora.

No sin antes haberse asegurado de que su mejor amigo estaba con vida, sano y salvo.

Con ayuda de sus manos se apoyó en la suave capa de nieve, enterrando sus dedos con profundidad buscando de esa manera impulsarse y poder levantarse. Flectó sus rodillas, rozando sin haberlo pensado con anterioridad su abdomen, provocando que aquel efímero contacto doliera en su herida y teniendo por consecuencia un gemido agudo de su parte. Siguió intentándolo, hasta que finalmente consiguió colocarse de pie, caminó hasta la muralla más cercana y se apoyó en ella para ayudarse, aprovechando los escasos minutos para recuperar un poco el aliento.

Comenzó a caminar por la calle principal con dificultad, intentando localizar con sus oscuros ojos algún rastro del peliblanco. La desesperación lo estaba invadiendo, más aún al no ver alguna señal de su mejor amigo, imaginándose los peores escenarios y cada uno más cruel que el anterior. Entonces, fue cuando vio en el suelo una pincelada de sangre, la que parecía estar fresca y no dudó ni un minuto en seguirla, hasta llegar a la esquina de un callejón poco iluminado.

Al momento de arremeter contra el callejón y fijar mejor su vista se quedó en blanco, con el cuerpo completamente inmóvil.

El joven de cabellos blancos permanecía sobre la nieve, con la cabeza hundida en ella y su brazo estirado hacia el horizonte, su piel estaba pálida y blanca, sus ropas cubiertas de sangre y alrededor de su anatomía un charco del mismo plasma comenzaba a expandirse entre la espesura de la nieve.

Le dolía verlo en ese estado, más que la herida que perforaba sus entrañas.

— Kaneki, ¿qué has hecho? — murmuró, sintiendo sus ojos nublarse por las lágrimas que se almacenaban en ellos.

Su quijada tembló con suavidad por el escalofrío que había recorrido todo su cuerpo, naciendo desde su espalda y extendiéndose al resto de su anatomía. Sin esperar un minuto más se lanzó hacia el joven, sin importar que su abdomen doliese como el infierno y con la esperanza de que su mejor amigo no estaba muerto.

Con sus frías manos tomó delicadamente el rostro de Kaneki, acunándolo entre sus palmas y delineando la piel con cuidado. Su temperatura era baja, casi tanto como la de un cadáver y eso hizo saltar su corazón con intranquilidad. Acercó el oído hasta su pecho con rapidez, esperando que su corazón siguiese bombeando sangre.

Con tan solo escuchar sus latidos, pudo sentirse enormemente dichoso y aliviado.

— Dios, sigues con vida. — susurró, esbozando una corta sonrisa.

Definitivamente no era una opción quedarse ahí, con Ken en sus brazos inconsciente, lleno de sangre y con una herida palpitante erizándole la piel. Debía hacer algo por él, debía asegurarse que al menos si moría fuese de una forma digna y no sobre la helada nieve, con la brisa fresca congelándole el cuerpo.

❝Un último adiós❞「KaneHide」Donde viven las historias. Descúbrelo ahora