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—Tenemos que fortificar absolutamente todos los edificios principales del pueblo, preparar rutas de evacuación para los ciudadanos y mantener a los secuaces en alerta máxima hasta nuevo aviso. Hay que dejarles muy claro que estamos bajo riesgo de asalto en cualquier momento y no podemos permitir ningún tipo de desliz.

Luzu caminó a paso apresurado a través del pueblo, pasando rápidamente sus ojos por todos los lugares y las posibilidades que traía cada uno. El Asistente, detrás de él, le seguía de cerca mientras tomaba apuntes con el mismo afán que el alcalde. Él entendía bien la gravedad a lo que se enfrentaban.

—Cortaremos los árboles cercanos al pueblo, que no se puedan acercar sin nosotros verlos primero. Con la madera construiremos torres de vigilancia provisionales. Cada personal en ellas debe saber usar el arco y tener un cuerno a su disposición para dar rápido aviso.

Los dos llegaron a la alcaldía, donde los esperaba una algarabía de secuaces corriendo de un lado para el otro. Sin dirigirle la palabra a nadie, atravesaron el edificio y subieron las escaleras de caracoles que parecieron más eternas que nunca. En la parte superior, con un asentimiento de cabeza, los guardias les dieron paso. Luzu y el Asistente entraron a la oficina del alcalde.

Luzu se dirigió a su asiento, y más que sentarse se desplomó. Llevó sus dedos a su frente, masajeando su ceño fruncido.

Su escritorio –y toda su oficina– era un desastre de libros y papeles. Tenía que empezar a replantear prioridades y dejar de lado algunos proyectos, de pronto tratar de organizar y traer a algunas personas a su oficina para dialogar alianzas y favores, y aún no tenía ni idea de dónde estaba la base de operaciones de Quackity...

El Asistente carraspeó. Luzu alzó la vista.

—¿Quiere que prepare un ataúd para el difunto Beni, señor alcalde?

Si Quackity había desatado un infierno por solo encarcelar por sus primos, ¿qué haría ahora que uno de ellos estaba muerto? 

anatomía de un volcánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora