Uno.

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Paseando por las calles de Valencia me encontré con un vagabundo. Llevaba un pañuelo rasgado atado a la cintura e iba acompañado de un mugriento perro. En ese momento pensé en qué podría haber hecho aquel hombre para merecer aquello, pero me di cuenta de que el pecado ya estaba hecho, ser hombre. Continué andando, caminando con paso lento, casi arrastrando los pies, estaba exhausta. El viaje que había hecho me había dejado realmente agotada pero todavía no había encontrado un sitio donde quedarme. A pesar del frío y el dolor de pies, no me paré. Sólo lo hice cuando encontré un lugar que se adecuaba a las características que buscaba: solitario, oscuro y con poca gente que pudiera molestar. Alquilé una habitación en aquel hostal y me eché en la cama, aunque como siempre, no pude pegar ojo en toda la noche.

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