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Cojo aire, lo expulso con cuidado y veo cómo la respiración se cristaliza delante de mí. Se me eriza el vello de la nuca. Me lloran los ojos.

¿En este maldito pueblo siempre ha hecho tanto frío?

No soy capaz de recordarlo con exactitud porque hace años que no piso estas calles que, por lo que veo, siguen igual. Aunque sé que llego tarde, me permito un momento para dejar vagar la mirada. Ahí está la pastelería de Juana que, por lo que me ha contado mi madre, ahora regenta su hija y se ha convertido en un obrador de cupcakes. El escaparate está abarrotado de dulces, luces y adornos. Al otro lado de la calle, la tienda de souvenirs del señor Alfonso sigue igual que cuando yo era pequeña. De hecho, veo desde aquí que todavía vende las mismas camisetas de manga corta, colocadas al lado de los quesos y las tazas con forma de vaca. Dos renos con música presiden la puerta. Un poco más allá, en el parque, la banda municipal está tocando: Oigo los mismos villancicos clásicos que ya escuchaba en mi infancia. Sonrío al ver que la luz de la floristería todavía está encendida y arrastro hasta allí la maleta de cabina que llevo conmigo. Tarea nada sencilla, por cierto, porque el suelo está cubierto de nieve en polvo que atasca las ruedas.

Me paro delante del escaparate. Hay abetos en miniatura, muérdago, centros de flores con bolas de colores, acebos y flores de Pascua en tonos brillantes. El cristal está decorado con nieve artificial, y del techo cuelgan pequeñas estrellas de luz. Antes de entrar me fijo en que, al lado de la puerta, hay colocado un buzón estilo americano, rojo y verde. Abro la puerta con una sonrisa en la cara y veo que la dependienta está de espaldas a mí, posiblemente preparando un encargo de última hora.

—Me alegra comprobar que este pueblo sigue siendo una copia de la aldea de la Navidad de Papá Noel.

El gritito que suelta me hace reír.

—¡Belén! ¡Por fin vuelves a casa por navidad!

—Para ser concretas, he vuelto a casa por Nochebuena.

Ella sale de detrás del escaparate, viene corriendo hacia mí y me da un abrazo que casi me tira al suelo. Se lo devuelvo, más feliz de lo que esperaba.

Gloria y yo hemos sido amigas desde que tenemos uso de memoria. Nuestras madres se conocieron en un curso de preparación al parto —el único que había en aquel entonces en el pueblo— y ya nunca se separaron. Juntas lo hemos vivido todo: Su padre nos enseñó a montar en bici, mi madre nos llevó de excursión por todas las rutas cercanas. Merendábamos cada tarde en cualquier banco, con las manos sucias y los pantalones rotos. Hicimos batallas de bolas de nieve con otros chavales del pueblo. Dimos nuestro primer beso en la misma verbena de verano, escondidas detrás de la iglesia, a dos amigos de toda la vida.

Ella se quedó, cumplió su objetivo de vivir rodeada de flores y se casó con Nico, su primer amor. Yo me fui con el corazón roto, grandes sueños en la maleta y miles de despedidas poniendo piedras en mis bolsillos.

Sacudo la cabeza para deshacerme de los recuerdos y deshago el abrazo con suavidad.

—¿Tienes un rato antes de cenar?

Miro la hora. Si llego tarde a la primera cena de Nochebuena a la que vengo desde hace diez años, mi abuela me mata. Pero creo que Gloria y yo nos merecemos un momento para ponernos al día, así que dejo la maleta allí aparcada, espero mientras apaga las luces y cierra la puerta de la floristería y caminamos hasta el parque. En el centro preside un árbol de Navidad enorme. En el quiosco de música, la banda sigue tocando.

—Está todo igual —sentencio.

—Todo, no.

Tiene razón. Miro fugazmente el puesto de castañas. Sigue cerrado. A oscuras. Sin vida. Por un momento, siento el olor que, en otros inviernos mejores, inundaba todo a nuestro alrededor. Cojo la mano de Belén, le quito el guante y rozo su palma con la punta de mis dedos desnudos. Dejo la mente en blanco. El invierno. El olor de las castañas asadas.

Su mirada se vacía y se encoge en un escalofrío que no tiene nada que ver con la temperatura de la calle.

Unos segundos después vuelve al presente con una sonrisa triste.

—Todavía puedes hacer... eso.

—Sólo esta noche. —Sonrío—. ¿Cómo está...?

—No se le ve mucho por ahí. Ya sabes.

Asiento. De pronto, me urge la necesidad de correr. Las ganas de irme de allí. El recuerdo de por qué me fui y un día dejé de volver. Había pensado en dedicar un rato a ponerme al día con la que una vez fue mi mejor amiga, pero... No puedo.

Echo a correr. Ni siquiera me molesto en recuperar la maleta.

Recuerdos por NavidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora