Prólogo...

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— Mamá... ¿dónde están mis botas?—grité un poco desesperada mientras bajaba aquellas grandes escaleras.

— Y yo que voy a saber, son tus cosas no mías—la escuché gritar desde la cocina.

Bajé lo que quedaban de escaleras, con cansancio me dirigí hacia el lugar donde provenía la voz de mi madre, para poder gritarle como la buena hija que era. En realidad era sarcasmo, no soy tan buena hija, en realidad si le preguntaran a mi madre yo sería una de las peores hijas de la vida, del mundo, del universo, de la galaxia bueno ustedes entienden.

Miré como ella tomaba una pequeña taza color rojo, y caminaba hacia la barrita del desayunador, con la paciencia de mil monjes, ésta tomo el líquido caliente que se encontraba en aquella taza. El cual por obviedad era café, mi madre tenía una adicción hacia esa bebida.

Me senté a un lado de ella y suspiré, quería decirle tantas cosas, pero no me atrevía... La relación con mi madre no era tan buena, pero tampoco era tan mala.

— ¡Mana, encontré tus botas!...—Exclamó una voz demasiado infantil para ser la de mi madre o inclusive de mi hermano.

Giré mi cabeza y pude ver de dónde provenía aquella voz, era ni más ni menos que mi pequeña hermana de cuatro años de edad o tal vez tres, mi memoria fallaba mucho, no recordaba ni mi cumple años.

Mi pequeña hermana se acercó para darme las botas, ella tenía un cabello que sin razón alguna yo envidiaba, su cabello era largo, lacio y de un color negro oscuro. Sus ojos grandes de un color café oscuro casi pegándole al negro, y sus pestañas igual que su cabello lacias, aunque mi madre diría que eran " pestañas de aguacero".

— ¡Gracias, Sam!—Le agradecí para después tomar mis botas.

Sabía muy bien que ella las había tomado ayer y que de igual manera había jugado con ellas, era toda una traviesa, sobre todo una caprichosa, pero como su hermana era igual de hipócrita escondiendo toda su maldad en una sonrisa angelical...
Esa niña es el diablo en persona. Pensé.

— Ya me tengo que ir, no quiero llegar tarde...adiós, madre. — Susurré para después salir de mi casa y así no poder escuchar nada más.

La verdad era muy temprano, todavía faltaba casi una hora pero tenía que irme de ese lugar tan incómodo. No soportaba el estar a solas con un miembro de mi familia, o con cualquier persona. Tenía hambre, y como todavía era temprano podría ir a comer algo a una cafetería cercana a mi casa. Colgué mi mochila en mi hombro, y me dispuse a caminar hacia la cafetería. Lo mío no era caminar, pero era eso o que mis padres me llevaran y eso para nada era una buena idea. Necesitaba pasar desapercibida este nuevo ciclo.

Cuando por fin llegue a la cafetería la observe, "Pastelillos rosados" ese era su nombre, un nombre un poco extraño pero era lo más normal en esa cafetería.

Entre al establecimiento, al instante un olor extremadamente dulce invadió mis fosas nasales, demasiado dulce para mi gusto. Observé el local, era agradable, ni tan pequeño, ni tan grande, y aunque se sintiese hogareño no lo era en ningún sentido. La dueña estaba totalmente obsesionada con el color rosa, y tonos que se le asemejaban, esto lo demostraba al observar aquellas paredes pintadas de un color rosado pastel; adornos extravagantes con colores chillones que adornaban las paredes y mesas. Y ni hablar de aquellos cuadros que no eran ni más ni menos que portadas de revistas impresas a lo grande, al parecer todo en esa cafetería era totalmente extraño, por cada rincón te encontrabas algo cada vez más raro.

Pero había algo, una excepción... En aquella cafetería se encontraba una pared, sólo una que había sido pintada de un color blanco, y que había sido nombrada "la pared del pensamiento", el nombre lo decía todo, era una pared donde las personas escribían usualmente sus problemas.

— Hola bienvenida a...

— A Pastelillos rosados, nos alegramos de que un ser tan especial venga por aquí, prometemos que se ira con una sonrisa en los labios...—Contesté con voz chillona.

Observé al chico que se encontraba frente a mí, uno de los tantos meseros, aunque éste era especial. Su cabello lacio rosado como el merengue de fresa, sus ojos marrones con cierto brillo en ellos. Solía vestir con un inusual traje de mesero el cual consistía en un pantalón negro de vestir demasiado ajustado, un mandil rosado amarrado a su cintura con el logotipo del establecimiento. Lo extraño del uniforme era que no tenían ningún tipo de camisa, sólo un chaleco rosado que no le cubría nada en lo absoluto.

— ¿Has hecho ejercicio Brandon?—Pregunté burlona, él sólo sonrió.

— Deja de arruinar mi presentación, rojita, y no, no he hecho ejercicio así que deja de mirar mi abdomen, maldita pervertida...—Rió.

Sólo sonreí y me dirigí a la mesa más alejada de las personas para después sentarme allí.

— ¿Y qué desea mi mejor clienta? — Éste dijo mientras me mira con una sonrisa.

— Mm... — Pensé. — Que tal un pastel de chocolate y una malteada de fresa, por favor.

— A sus órdenes mi lady.

No creí que me gustara tanto un chico...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora