Después de varias horas andando entre la neblina, cubierta con un impermeable de pies a cabeza y sosteniendo un paraguas en la mano, llego al hotel. En el cartel junto al nombre, un lago pintado y un templo a su lado. ¿Así que esas son las vistas? A mi alrededor, cuatro casas de colorines que no parecen estar habitadas. Llamo a la puerta con los nudillos congelados y me convenzo, mirando fijamente hacia la chimenea humeante, de que no me voy a quedar sin techo a 4300 metros de altitud. Se abre la puerta y después de unos cuantos intentos, una mujer jovial me hace pasar al interior. Ni rastro de turistas, y la verdad, no me sorprende. Me saco la ropa empapada y me siento cerca de la estufa, al lado de una familia de locales. Me miran, los miro, sonreímos.
Observo a mi alrededor, el ambiente que se respira en estos hoteles de montaña es místico. Las alfombras, los gorritos a la venda que rodean la estancia a modo de cenefa, los marcos variopintos de las ventanas y hasta la ropa colgando encima de la estufa, se combinan en un batiburrillo de colores vivos, a la imagen del carácter de los nepalís. La dueña me trae un té caliente de bienvenida y le doy las gracias con un gesto. Los chiquitines de la familia me miran con curiosidad y los padres intentan simular naturalidad, pero en el fondo, sé que se preguntan lo mismo que yo: "¿Qué hago aquí?"
Silencio. Miro hacia fuera por la ventanita desde donde se oye silbar el viento y me pierdo en mis pensamientos. Recuerdo que, de camino al hotel, vi a lo lejos una familia de granjeros. Me acerqué. Eran las 7 de la mañana y la madre hacía dos horas que estaba ordeñando yaks bajo la lluvia, sin inmutarse. El padre estaba cargando con 80 kg de leche a sus espaldas para bajarla a la quesería, que se encontraba 6 kilómetros. De la casa de hojalata, salió un niño pequeño con un gorro rosa que resaltaba el color de su cara risueña. Jugamos un rato, la madre me invitó a pasar, nos preparó un té y comunicamos alegremente con señas y alguna que otra palabra en inglés. Al marchar, me di cuenta de que sólo tenían su casita, sus yaks y sus pocos ahorros que invertían en cosas imprescindibles. Ningún capricho. Vivían al día a día, pendientes de si los animales les darían suficiente leche como para pasar el duro invierno, cumpliendo eficazmente sus tareas bajo la lluvia, el frío y este ambiente húmedo que no daba tregua, teniendo en mente el único objetivo de sacar adelante la familia. No había tiempo para pensar en nada más. Oigo como cae un cacharro en la cocina y sobresalto. Es hora de cenar. Miro de nuevo a la familia de al lado, que ha vuelto a sus cosas, y me pregunto a mi vez porqué estarán aquí. Seguramente para ellos, el hotel es un simple lugar de paso, un refugio de las inclemencias del tiempo y tal vez de las de la vida, por un rato. Para mí, este hotel es un universo paralelo, que te obliga a parpadear y tomar conciencia de lo que es realmente importante. No poder contemplar los paisajes, por los que la gente suele hacer este trekking, me fuerza a centrarme en lo humano y me fijo en muchas cosas en las que no hubiera prestado tanta atención contemplando la majestuosidad de las montañas.
A la mañana siguiente, salgo del hotel con nuevas perspectivas, igual que las que tengo sobre el lago hoy que ha salido el sol.