III

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La segunda vez que nos encontramos fue al norte de la meseta central. Había subido a la montaña creyendo que sería el mejor refugio para el invierno. Los lobos hacía tiempo que habían desaparecido gracias a la caza indiscriminada y ahí sólo quedaban los licántropos, enemigos de todos los que me perseguían. Nunca se habían llevado bien con los exterminadores, y menos con los vampiros, a los cuales consideraban engendros antinaturales.

Quizás la idea popularizada entre los humanos de que los Hijos de la Sangre son cadáveres alzados de sus tumbas fue iniciada por ellos, pero no es algo que me sienta tentado a creer. Los hombres lobo tienen poco interés en la civilización y no saben de manipulación popular. Se mantienen apartados en comunidades reducidas en montes y bosques, evitando cualquier trato con todo ser que no sea un animal o de su especie, y les trae sin cuidado lo que las leyendas digan de ellos, aún más lo que digan de los Hijos de la Sangre.

Lo que no tuve en cuenta fue que de la misma forma que la tradición dice pocas verdades sobre los vampiros, comete el mismo error con los licántropos. Había esperado que si me mantenía como un agente inofensivo, alimentándome de raíces y de presas menores que conseguía atrapar con trampas de lazo, no les importaría que me adentrara en su territorio. Me equivocaba.

A mediados de Enero, en medio de una ventisca, corría sobre la nieve con el hombro desgarrado y los gruñidos de advertencia rozándome los oídos. No habían intentado matarme. De haberlo querido, yo no habría sobrevivido a su ataque.

Estaba demasiado débil y el frío entorpecía mis movimientos. Sólo querían que saliera de ahí, y cuando lo hice, sus aullidos desaparecieron como si todo hubiera sido fruto de mi imaginación, gemidos del viento entre las rocas. Sólo el escozor de mis heridas y las gotas cálidas manchando de rojo el suelo decían lo contrario.

Los hombres del maestro Gonzalo me encontraron unas horas antes del crepúsculo. Los vampiros son mucho más audaces durante el invierno, cuando los días son más cortos y el cielo permanece encapotado. Éstos habían comprendido que había huido a la montaña y habían guardado esperanzas de que ocurriera justo lo que ocurrió.

Si yo hubiera sabido más de licántropos, podría haberme internado en su comunidad y haberme convertido en uno de ellos, protegido hasta el fin de mis días por la manada. Pero no sabía nada, nada de lo importante, y terminé cayendo en los brazos de mis persecutores.

Lo que había ocurrido con Lucía era un asunto más grave de lo que pudiera parecer, tanto como para que el propio Gonzalo estuviera ahí, dispuesto a cobrarse la sangre que le pertenecía.

Yo no le había robado una mujer, le había privado de su honor de varón. Su familia se burlaba de él y sus iguales le miraban por encima del hombro. Una cosa era que la seguridad de su casa fuera rota y una de sus mujeres secuestradas; podía entenderse, pero algo muy distinto era que una hembra que le pertenecía se opusiera a él hasta el punto de terminar con su vida antes de volver a estar bajo su autoridad. Lucía le había lanzado el último insulto al negarse a someterse a su voluntad, y yo era considerado por todos la causa de esa rebelión, un mero humano.

Los exterminadores me habían dado por muerto hacía meses y mi alma ya no estaba sujeta a su juicio. Gonzalo era libre para resarcirse por el honor herido y aquella cacería era justo lo que necesitaba.

Me encontraron cuando descendía por el desfiladero que hay más allá de la peña blanca con forma de efigie ancestral, hacia el norte. Había un pequeño bosquecito de pinos no muy lejos y en cuanto los oí, porque querían que sintiera el miedo helándome la sangre, corrí hacia allí.

No me quedaba fuerza en el cuerpo. Mis zancadas eran pasos torpes hundiéndose en la nieve. Jadeaba y agitaba los brazos intentando mantener el equilibrio, con el rostro cerca de las rodillas, cerca del suelo, oliendo la tierra con tanta claridad como olía la muerte.

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