CAP 2: De enigmas y tatuajes

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DEVON

Aparecí a los pies de un enorme conejo esculpido en piedra, el cual se impulsaba sobre sus patas traseras dispuesto a lanzar un balón ovalado. La estatua adornaba el centro de una plaza cuadrada bordeada de edificios de ladrillo.

El cielo se abría en un celeste pulido, y mis negras pupilas se contrajeron al no existir una barrera ante los potentes rayos del sol. A mi alrededor, varios jóvenes se reunían sobre el césped recortado por baldosines de piedra: algunos conversaban, otros descansaban y unos pocos estudiaban de gruesos libros.

Caminé hacia el grupo que tenía más cerca, en donde dos chicos tocaban algo de música mientras los demás los contemplaban. Discretamente fui a tocarle el hombro a una chica que me daba la espalda, con el fin de preguntarle indicaciones, pero entonces mi mano la atravesó. Traté de hablarle al resto del grupo, les hice señas, pero todo parecía inútil: nadie podía verme.

Retrocedí consternado mientras la confusión se apoderaba de mí, y entonces un ruido metálico sonó a mi espalda en cuanto choqué con la estatua del conejo. Era mi espada, envainada en su delgada y alargada funda negra a mi espalda. A pesar de que mi memoria se rehusaba a funcionar, no necesité desenfundar mi arma para saber cómo lucía, pues era parte de mí. Conocía a la perfección su oscuro y mortal filo, el grueso tejido de su empuñadura, el metal forjado de su guardamanos y la esfera de marfil en el centro de este.

Un repentino hormigueo en mi brazo derecho desvió mi atención, y al observarlo me encontré con coloridos dibujos que se entrelazaban desde mi muñeca hasta perderse bajo la manga de mi camiseta negra. Me perdí en ellos unos segundos, sintiéndome extrañamente reconfortado mientras recorría su diseño que no parecía seguir ningún patrón.

En contraste, mi brazo izquierdo estaba cubierto por oscuros y retorcidos tatuajes en tinta negra que parecían susurrarme en un idioma atávico. Mi conciencia pareció sucumbir a su llamado, pero me esforcé en resistir: aparté la vista hacia uno de los tantos edificios mientras mi cuerpo aún vibraba.

Y entonces lo supe; allí estaba ella.

Con una inquietante sensación de urgencia dejé que mi instinto me guiara por el campus, pasando ante miradas vacías que ignoraban mi presencia y atravesando gruesos muros sin siquiera notarlos. Cuando me vi en el medio de un patio interno con arbustos, malezas y una fuente en desuso, sentí el breve dolor de la decepción al ver que no había nadie allí, pero entonces el clic-clac de un reloj revivió mis esperanzas. Volví a levantar la mirada, esta vez hacia una de las tantas ventanas tras las cuales se impartían clases, y me decidí a traspasar el último muro.

Segunda fila, tercer puesto, allí estaba ella. Apoyaba su mentón sobre sus largos dedos, y su amplia cabellera rodeaba su rostro como finos hilillos de cobre. Un recto flequillo enmarcaba su perfil, y su mirada parecía perdida en las manecillas de un reloj. Apenas logré contemplarla distraída unos segundos antes de que se voltease hacia mí, observándome con sus grandes ojos color ámbar.

Nuestras miradas se cruzaron, y supe de inmediato que podía verme. Me acerqué justo al final de la clase pidiéndole ayuda, y tras un momento de vacilación ella parecía dispuesta a hacerlo, hasta que notó mi incorporeidad, fue entonces que se desmayó.

 Me acerqué justo al final de la clase pidiéndole ayuda, y tras un momento de vacilación ella parecía dispuesta a hacerlo, hasta que notó mi incorporeidad, fue entonces que se desmayó

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Volví a despertar de un sueño sin recuerdos. Esta vez me vi situado en un tranquilo barrio, con todas las fachadas iguales. Aun así, solo me importaba la que tenía en frente.

—Cass... —susurré, mirando una ventana de la planta superior.

Entré sin siquiera molestarme en intentar llamar a la puerta, y cuando atravesé su madera me encontré con un infante recostado en el sillón azul. No aparentaba tener más de ocho años, y aunque el azabache de su cabello contrastaba con el cobrizo de Cass, el nítido ámbar de sus ojos evidenciaba su lazo familiar.

Una parte de mí se estremeció mientras intentaba descifrar esa nueva información, pero ahondar en mi mente era como buscar a tientas entre la penumbra. Finalmente, un murmullo de voces proveniente del segundo piso me sacó de mis pensamientos, y me obligué a seguir con mi misión y subir las escaleras en busca de la chica.

El último escalón terminaba en un pequeño pasillo con una puerta a cada lado, y antes de decidir por cuál optar, la de mi derecha se abrió de golpe, mostrando a una esbelta mujer de cabello negro saliendo algo ofuscada. Tras su figura alcanzaba a ver un pequeño cuarto con muros color crema y camaje blanco. Los únicos mueble que lograba distinguir era un escritorio de vidrio y su velador con una pequeña lámpara color verde agua.

La mujer se detuvo en seco, como si hubiese percibido mi presencia, pero de inmediato negó con la cabeza y bajó por las escaleras, atravesándome a su paso.

Había dejado la puerta abierta tras ella, y entonces pude ver a Cass, acostada en su cama con un paño húmedo sobre su frente y su ondulada cabellera extendida por todo el almohadón, como una telaraña hecha por hilos de cobre.

La puerta de pronto se cerró con un estrépito , haciendo que Cass abriese los ojos y mirase hacia mi dirección. Sus ojos parecieron abrirse aún más, y tras tragar un grito se cubrió con la sábana, murmurando para sí. Por un momento pensé que estaba rezando, pero tras acercarme un poco más supe que se auto convencía que yo no era real.

—Sabes que lo soy —protesté cruzando los brazos. Que pensara que soy producto de su imaginación me hacía sentir, como mínimo, ofendido.

—¡Pruébalo! —Su miedo pareció cambiar a enojo cuando salió de su escondite para mirarme desafiante.

Puse los ojos en blanco. No sabía muy bien cómo demostrarle que era real. Después de todo, yo tampoco lograba comprender del todo mi existencia.

—Pruébalo —repitió Cass.

—Ya te oí. —Comenzaba a irritarme. Estiré mi brazo derecho, el de los tatuajes coloridos, hacia la lámpara a su lado, y esta se encendió en cuanto mi dedo atravesó su superficie.

La chica gritó y volvió a cubrirse con la sábana.

—Vamos, no te puedes quedar ahí todo el día...

Cass parecía rehusarse a querer salir de su escondite que, por infantil que pareciese, era efectivo: yo no podía tomar la sábana y arrebatársela.

Exhalé derrotado, volviendo a buscar en los tatuajes de mis brazos alguna pista que vislumbrase el motivo de mi existencia o de mi presencia en aquel lugar. Solo la explosión de colores en mi diestra parecía brindarme una señal de esperanza, pero los extraños símbolos negros de mi izquierda continuaban evocándome una siniestra sensación de desolación .

—¡Cassandri! —gritó de pronto su madre tras la puerta—. ¡Sofía está al teléfono!

No conseguí disimular mi risa, y esta sonó atragantada.

—¿Cassandri? —pregunté burlesco.

Cass salió solo unos segundos desde debajo de la sábana solo para lanzarme una mirada de absoluto desprecio.

—Cassandri —repitió su madre—. Sofi pregunta si estás mejor y si estás en condiciones de acompañarla a la fiesta hoy.

Cass se mantuvo en su escondite, y optó por ignorar la pregunta de su madre, lo que para mí se sintió como un balde de agua fría. Era obvio que necesitaba respuestas, y es más, estas me urgían, pero el atemorizar a la única persona que podría ayudarme no parecía ser la mejor idea.

Desistí de mi insistencia. Quizás debía buscar solución en otro lado.

Desaparecí.

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