CAPÍTULO 2

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La luna era la voz susurrante que lo despertó de su pacífico sueño, era su única luz, su confidente y acompañante mientras caminaba por el jardín. Se sentía como si estuviera en las nubes, volando a su lado, viéndola tan resplandeciente y redonda, tan ensimismado que las frías y punzantes piedras que chocaron en sus pies descalzos eran completamente ignoradas.

No podía detenerse y no quería hacerlo. Era una sensación tan extraña, como si su madre le cantase canciones de cuna y él estuviese ansioso de acurrucarse entre sus brazos. Un afecto que le había sido arrebatado por la mujer que decidió abandonarlo, pero que esa noche tenía necesidad de sentir en su corazón.

Atravesó el puente que partía el estanque artificial donde se alojaban los peces koi. El agua devoraba su reflejo junto con la del astro que brillaba cuidándolo con cada paso que daba.

Unas huellas de sangre lo guiaban a su destino, tal como pequeñas migajas esparcidas que conducían hacia la boca de un monstruo. Y lo que vio lo despertó de su letargo. Su padre arrodillado, con el cuerpo de Izayoi entre sus brazos. Del cuello femenino escurría una espesa estela color sangre, tan brillante que parecía negra, y en su mano derecha se encontraba una navaja.

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Sesshomaru se acarició el puente de la nariz y los parpados con el fin de aclarar sus ideas. No durmió bien. Tenía años de no pensar en el suicidio de su madrastra que no lograba comprender por qué de su pesadilla.

Su padre en aquel momento no había derramado ni una sola lágrima, solo se dedicó a beber durante meses esperando superar el dolor. Con la reciente muerte de Inuyasha, creyó que el viejo se mostraría indiferente durante el proceso fúnebre; sin embargo, no fue así. Todo el tiempo sujeto a Kagome de su brazo, para servir de apoyo. Era entendible que quisiera brindarle algún tipo de consuelo a la casi viuda de su hijo favorito.

A Sesshomaru no le pasó desapercibida la incomodidad de ella, ni su mirada esquiva al rostro mezquino que intentaba consolarla, así como también sus azules ojos chocando de vez en cuando con los suyos.

La observaba por pura y mera curiosidad. Quería ver que tantas expresiones podía manifestar aparte de tristeza; se sentía interesado por sus diminutas líneas de expresión en la comisura de los labios y el ceño, una buena señal que evidenciaba que sonreía bastante.

A él no le importaba hacerlo descaradamente, Kagome debía estar acostumbrada a eso; pero lejos de su aspecto físico, había una razón más simple: descartarla de la muerte de Inuyasha. Sí, solamente eso era. Cualquier idiota deseoso de tocar su ondulado cabello negro se podría sentir atraído, y Sesshomaru, no lo era. Él siempre estaba con la cabeza fría analizando todo.

Cuando el entierro termino, tuvo que soportar las palabras de consuelo de medio pueblo, pero a él no le interesaban las oraciones vanas, se escabullo para estar solo. Su lugar favorito cuando era niño era el causal del río que limitaba los terrenos de la propiedad. Ahí ya estaba ella sentada sobre una gran roca, mientras que con sus manos blancas jugueteaba con unas hojas secas, las limpiaba de la tierra y después las aventaba al agua. Se veía tan pensativa que ni siquiera escucho sus pasos aproximarse, solo hasta que estuvo a un par de metros.

– Hola–. Susurró apenada. Se sacudió las manos y la ropa, pero no se levantó, quería estar sentada debido al cansancio. –Inuyasha me contó que solían jugar aquí.

Sesshomaru con su gran estatura, se acercó un poco más. –Él jugaba. Yo lo asustaba diciéndole que lo aventaría al río.

Kagome no pudo evitar sonreírle, pero sus ojos se ensombrecieron. –Son muchos años de diferencia, me imagino que fue difícil la convivencia.

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